Durante la escena que me parece más hermosa en Isla de perros (Isle of Dogs, 2018), del querido autor estadounidense Wes Anderson, un personaje lee un haiku para dirigirse a la solución demagógica de un alcalde que envía a todos los perros de una localidad a una isla de basura. Supuestamente, la decisión se tomó para evitar una serie de epidemias causadas por los perros, pero la corrupción del alcalde y sus numerosas muestras de amor a los gatos —desde un tatuaje hasta la presencia constante de uno de ellos en sus manos—, sugieren otra cosa. Octavio Paz pensaba que al poema abierto el lector lo cerraba. En el caso del haiku, una forma misteriosa y sensorial, nuestro deber es encontrar su significado en la ambigüedad de sus imágenes. Cuando el personaje recita su poema, Anderson ilustra al fondo la precisión de palabras que, en evocaciones sutiles, dicen injusticias, árboles, amigos traicionados. Para mí es una memorable representación de la experiencia poética.

El resto de la película, desafortunadamente, no suele estar a la altura de esta escena. Por primera vez en la filmografía de Anderson —incluso después de Un reino bajo la luna (Moonrise Kingdom, 2012), una cinta despreciada por muchos—, creo que el director nos ha entregado una obra no mala pero claramente inferior a las demás. Si sus primeras películas fueron singulares exploraciones de la neurosis donde un grupo padecía la todopoderosa sombra de un ególatra, las posteriores al Fantástico señor zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009) han sido aventuras más bien anecdóticas de individuos que huyen de sociedades intolerantes a la individualidad. A veces la excentricidad triunfa, a veces cae aunque no sin dejar un legado. Sin embargo Isla de perros ni siquiera concluye satisfactoriamente. Aunque un prólogo nos habla de un clan de amantes de gatos que desprecia a los perros y hay indicios de su participación durante el filme, nunca queda claro si ellos están detrás del destierro canino.

Me atrevo a pensar que la saturación en varios aspectos provocó una trama escueta que no sabe exactamente cuál es su punto además, claro, de celebrar la amistad de los perros. Si uno se fija nada más en el elenco y la duración de la película antes de verla —una hora y 41 minutos—, se preguntará cómo tendrán suficiente espacio para trabajar Bryan Cranston, Edward Norton, Bob Balaban, Bill Murray, Jeff Goldblum, Greta Gerwig, Frances McDormand, Scarlett Johansson, Harvey Keitel, F. Murray Abraham, Yoko Ono, Tilda Swinton, Ken Watanabe, Liev Schreiber, Roman Coppola y Anjelica Huston. Y eso por mencionar solamente a las celebridades que conocemos en Occidente. Las imágenes mismas suelen estar saturadas con detalles de las locaciones e ilustraciones que parodian las obras de Hokusai. Uno quisiera inspeccionarlas con la mirada pero la rápida edición de Anderson no lo permite. Esto da argumentos a favor del formato casero, que nos permitiría congelar ciertos cuadros para admirarlos.

Otro elemento que me parece más explotado que en otras cintas de Anderson es la artificialidad. En el primer periodo del director, que describí antes, uno iba a sus películas a identificarse a uno mismo o a otros con el realismo psicológico de los protagonistas. Mientras tanto también se disfrutaban las peculiaridades de un mundo tan acartonado que no sólo los ambientes llenos de líneas rectas se capturaban en composiciones simétricas sino que los personajes hablaban en un volumen bajo, un ritmo rápido y un tono parco. En Isla de perros regresan estos últimos elementos pero la traducción simultánea y el uso de constantes subtítulos terminan por saturar los sentidos del espectador. Además de eso el filme nos sugiere un Japón más imaginado que visto, y no remite ni a los estereotipos que tenemos de él en este hemisferio. Más bien se trata de una visión totalmente ajena que a veces regresa a la realidad en imágenes de su cocina y en referencias a Los siete samurái (Shichinin no samurai, 1954), aunque en la película de Anderson sólo vemos seis.

Cuando la jauría protagónica marcha en fila para ayudar a un extraño visitante a encontrar a su perro escuchamos el tema del filme icónico de Akira Kurosawa pero no recuerdo más referencias que esa al cine japonés clásico o contemporáneo. Es claro que Isla de perros no es un sentido tributo a la cultura que representa, al contrario de, digamos, Coco (2017), pero a pesar de ello no me parece que Anderson caiga en la xenofobia o el imperialismo cultural. Con humor y destreza, su película muestra conscientemente que no es una fiel representación de lo japonés sino una versión inevitablemente inexacta, sin importar todo el talento local que participa en ella. Este gag aparece desde el principio, cuando se nos anuncia que los diálogos serán recitados en japonés, traducidos por uno de los personajes y por subtítulos, y que los ladridos están doblados al inglés para la mejor comprensión de los angloparlantes. Sin embargo otros chistes no parecen funcionar tan bien como antes, salvo por las visiones de una perra oracular. Quizá no rediman los excesos del director pero vaya que hacen reír.

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