El 10 de junio conmemoramos el décimo aniversario de la reforma constitucional en materia de derechos humanos, la más trascendente —sin duda— desde que la Constitución de 1917 cobró vida; una reforma llamada a incidir de manera directa en la vida de las personas, a quienes coloca en su centro.

Desde mediados del siglo XX —al concluir la Segunda Guerra Mundial— el reconocimiento y defensa de los derechos humanos ocupó un lugar central en la agenda internacional, a fin de garantizar el respeto de la democracia y la dignidad humana; la integridad y la vida de las personas, de modo que su defensa no fuera sólo prerrogativa de cada Estado, sino constituir instancias internacionales para su debida salvaguarda.

De este modo, comienzan a surgir los primeros tratados internacionales contemporáneos, con el propósito de que los Estados asumieran la obligación para su debida protección.

Si bien México había ratificado múltiples instrumentos internacionales en la materia y reconocía una serie de derechos fundamentales bajo el rubro de garantías individuales, la reforma imprimió un cambio sustancial, al incorporar a los derechos humanos reconocidos por nuestra Constitución, aquellos que lo son por los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano es parte, así como de las garantías para su protección. Todos los derechos para todas las personas.

A partir de la reforma, los tratados en materia de derechos humanos se integran al sistema jurídico mexicano, con un carácter vinculante que complementa y potencia el derecho nacional, colocando al individuo en el vértice del quehacer estatal.

De ahí, el inexcusable mandato que impone a todas las autoridades de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, así como de prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos.

¿Cómo incide esto en la vida de las personas? A partir de la reforma, la Suprema Corte, con mayor fuerza y determinación, ha emitido gran cantidad de sentencias, tesis y jurisprudencias, que contienen muy vastos criterios que protegen los derechos humanos de las personas, que permean hacia todos los tribunales del país e, incluso, dictan lineamientos a otras diversas autoridades.

Al interpretar los principios de igualdad y no discriminación, e incorporar la perspectiva de género, ha incidido para ampliar notablemente el espectro de protección de los derechos de las mujeres, como, por ejemplo, el derecho al trabajo en condiciones de igualdad y no discriminación de mujeres embarazadas, o fijando los estándares constitucionales y convencionales a observar en la investigación de la muerte violenta de mujeres.

También se ha pronunciado sobre el derecho a la consulta previa, libre e informada de comunidades y pueblos indígenas; el derecho humano a un medio ambiente sano; el derecho humano al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental; los derechos de niñas, niños y adolescentes; los derechos de las personas con discapacidad; el derecho a la libertad de expresión y otros más.

Incorporar la normativa internacional en materia de derechos humanos, es un mandato constitucional que se materializa en cada fallo, proveyendo a su tutela efectiva.

Sin embargo, la reforma aún no se ha agotado. Debemos avanzar en la mayor efectividad de los derechos humanos, en particular por lo que hace a los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales; profundizar en la mayor protección de los derechos de las personas más desfavorecidas, como mujeres, niñas y niños, adultas mayores, migrantes e indígenas, y que todas las autoridades asuman con a mayor diligencia el mandato que la Constitución les impone.

Mientras la reforma no sirva para asegurar, en sentido estricto, el pleno respeto a los derechos humanos y la dignidad de todas las personas habrá sido en vano.

Ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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