La prensa, las redes sociales, nuestras conversaciones cotidianas están hoy, más que nunca, repletas de anécdotas de violencia y delincuencia de las que son víctimas, desconocidos o seres queridos por igual.

Mientras la situación parece ir en reversa, nuestras autoridades nos cuentan la vieja historia de la cárcel como solución al problema de la inseguridad. A eso han sumado aumentar las penas, ampliar el catálogo de delitos sujetos a prisión preventiva oficiosa, insistir en cerrar la puerta giratoria del sistema de justicia penal que deja criminales en libertad, como si el encierro por si sólo bastara para disuadir el delito y atender sus causas.

Pocas conversaciones alcanzan ese último eslabón del sistema de seguridad. Pocas veces ponemos la mirada al otro lado del cruce de la aduana de un reclusorio. Quizá por la convicción de que quienes están ahí lo tienen merecido. Tal vez porque nos ha faltado hacer conciencia, que la mayoría de quienes pasan por el sistema penitenciario estarán, tarde o temprano, de vuelta a la sociedad. A lo mejor porque existe una parte de la historia que ha faltado contar.

La historia de las mujeres y hombres que conforman hoy la cifra de 230,000 personas internas en nuestros penales. En su mayoría jóvenes en edad productiva, 65% entre 18 y 39 años de edad. Muchos con niveles mínimos de escolaridad, 70% únicamente con educación básica. Casi el mismo porcentaje, proveniente de sectores sociales desfavorecidos. 40% dejó la escuela por falta de dinero o la necesidad de salir a trabajar. 70% madres y padres de familia, la mayoría de hijos menores de edad. 1

En esas condiciones, se enfrentan a la cárcel. Espacio reproductor de problemas estructurales: desigualdad, círculos de violencia, corrupción sistémica que llevará a cada interno o sus familias, a desembolsar -de un presupuesto ya de por sí escaso- un promedio de hasta cinco mil pesos mensuales para subsistir ahí dentro 2 . Pocas o nulas oportunidades habrán para desarrollar una actividad productiva que permita adquirir habilidades y tener un ingreso lícito, para costear el encierro o seguir siendo sustento del hogar del que salieron.

A esas mismas condiciones, habrán de regresar después de prisión. El estigma de los antecedentes penales acompañarán el reto de recuperar los vínculos familiares -si es que aún los hay-, reincorporarse a la vida laboral y reinsertarse a la sociedad. El desafío de elegir una vida alejada del delito, tras una estancia propensa al contagio criminógeno, no es menor. Las cifras de reincidencia dan cuenta de ello.

Por eso, deberíamos fijar la mirada en aquello que si contribuye a generar una solución. En La Cana, donde creamos oportunidades para mujeres en prisión, mediante la capacitación y el acceso a un trabajo digno y de calidad, hemos sido testigos de lo que significa la labor remunerada a la redignificación, autosuficiencia, superación y empoderamiento de las personas privadas de la libertad.

Implementado en 4 penales femeniles del país, 350 oportunidades de empleo generadas en 3 años, con 95% de éxito en materia de reinserción, nuestro modelo ha dejado ver el enorme potencial de brindar habilidades, trabajo y remuneración desde prisión, para detener esa otra puerta giratoria que existe entre la cárcel y la falta de oportunidades.

Hace falta replicar programas efectivos de reinserción social en nuestras cárceles. Aislar y apartar no basta, si lo que queremos es contar la historia de un país más seguro y un México en paz.

1 INEGI. Censo Nacional de Gobierno, Seguridad Pública y Sistema Penitenciario Estatales 2011 a 2017.
2 Nájar, A. (2015). “México: ¿cuánto pagan los presos por sobrevivir a las cárceles? BBC Mundo. México: British Broadcasting Corporation. [Dirección URL: https://bbc.in/2XzY3kk].

@wenbalcazar

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