El brote de coronavirus (Covid-19) desató una demanda mundial de mascarillas de protección, que llevó a varios países al desabasto. México no fue la excepción. Farmacias y supermercados, se han quedado rápidamente sin esta mercancía. A pesar del aumento de la producción en fábricas de todo el mundo, el suministro no ha sido suficiente para garantizar el abasto al sector salud, las personas contagiadas o aquellos que los cuidan.

Frente a esta situación, la acción emprendida en diversos centros penitenciarios de la Ciudad de México, hace oportuna la reflexión atribuida a Albert Einstein: “Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias.” Es precisamente a partir de esta crisis ocasionada por la pandemia, que hombres y mujeres privadas de la libertad han convertido pequeños talleres de costura, instalados en las cárceles, en verdaderas fábricas de cubre bocas para contribuir a paliar la escasez de estos productos en la ciudad.

Como parte del programa “Hazme Valer”, una marca de productos penitenciarios creada por la Subsecretaría del Sistema Penitenciario, personas privadas de la libertad en los reclusorios varoniles Norte y Sur y los centros femeniles de Santa Martha Acatitla y Tepepan, han elaborado diariamente, desde el 2 de marzo, alrededor de 2 mil piezas con los estándares requeridos de calidad e inocuidad. Así, estas personas han puesto el aprendizaje y la capacitación, recibida meses antes para confeccionar pantuflas, muñecas o morrales, ahora al servicio de la lucha contra la emergencia sanitaria.

Bien decía el mismo físico alemán que “La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos.” Si algo nos ha dejado hasta ahora esta época de distanciamiento social, en la que las calles como lugar de encuentro se han visto desiertas, es la posibilidad para identificar áreas de oportunidad y, sobretodo, la llamada de atención para cambiar muchas cosas ya insostenibles por el bien del futuro de la sociedad.

La pandemia nos ha dado una serie de señales para reflexionar: el uso de las nuevas tecnologías como herramienta para la enseñanza, el aprendizaje, diversificar la forma de trabajar, ahorrar tiempos, acortar distancias; la ralentización del ritmo desenfrenado de la vida humana y el impacto que ello ha traído al medio ambiente; la extrema desigualdad que ante situaciones como ésta, pone en mayor riesgo la salud, la economía y el bienestar de la población más vulnerable.

De estas reflexiones en medio de la crisis, no ha sido ajeno el Sistema Penitenciario. El virus ha venido a replantear la amenaza que representa el hacinamiento, el despropósito del populismo penal y las condiciones de insalubridad en las que se da el encarcelamiento.

Sin embargo, la puesta en marcha de estas maquiladoras dentro de un penal, también dejan ver una enorme oportunidad. Esa que significa la importancia de promover la capacitación y el trabajo penitenciario. Convertir las cárceles en verdaderos espacios para dejar de reproducir la violencia, mientras se adquieren habilidades, aptitudes y herramientas, con las que es posible generar una fuente de ingresos alejada de la delincuencia.

Para ello, se requiere promover programas laborales y de capacitación en las cárceles, garantizar condiciones y prestaciones laborales básicas, cerrar la puerta a la explotación e invitar al sector privado apuntando los beneficios: un costo menor de los servicios, menor ausentismo, menor rotación, especialización y, sobretodo, contar con un equipo de personas ávido de aprender y trabajar porque ello reducirá su posibilidad de volver a la cárcel, cuando obtengan su libertad.

La exigencia que ha despertado la pandemia de convertir a éste en un mundo más humano, también pasa por voltear a ver a los que, en medio de la pandemia, se han solidarizado con su trabajo, a pesar de estar entre los olvidados.

@wenbalcazar

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