En octubre de 2019, se realizó el Foro Latinoamericano de Prácticas Culturales con Personas Privadas de su Libertad. Los muros del Centro de las Artes de San Luis Potosí, que durante un siglo albergaron una penitenciaría, fueron testigos de historias de vida, transformadas a partir de su paso por un centro penitenciario.

Ahí, tuve el privilegio de conocer a hombres y mujeres de toda la región que encontraron, en su amor al arte, una manera de contribuir al fin de la reinserción social de nuestro, siempre olvidado, sistema penitenciario. Escuché testimonios increíbles de personas que, estando en prisión, descubrieron su talento para pintar, actuar o escribir.

Tuve la fortuna de coincidir con personas como el maestro Jorge Correa -conocido como padre del teatro penitenciario- y Rosa Julia Leyva, una mujer con una historia excepcional. Originaria de la sierra de Guerrero, salió por primera vez de su pueblo a los 28 años. Con la ilusión de venir a tomar un curso de jardinería a la Ciudad de México, aceptó viajar con una comadre que le ofreció apoyarla con el pasaje, si la ayudaba llevando una bolsa con dinero.

Un perro detector de drogas y un judicial federal, le harían saber que eso que transportaba no era dinero sino heroína. Intentó explicar que el paquete no le pertenecía; pero ya era demasiado tarde. Su comadre desapareció entre la gente y ella fue detenida. Tras ser víctima de abuso sexual y crueles actos de tortura por parte de funcionarios de seguridad, fue sentenciada por narcotráfico a 25 años de cárcel. Ahí cumplió su sueño de aprender a leer y escribir. Se enamoró del teatro en un taller que impartió el maestro Correa cuando llevaba 11 años presa, el cual le permitió por primera vez reconocer con una psicóloga, el profundo dolor que guardaba en el alma después de ese abuso.

Tras 12 años, 3 meses en reclusión, obtuvo su libertad. Estudió criminología y hoy dedica sus días a recorrer penales de máxima seguridad. Junto con el profesor, ha trabajado con sicarios y grandes operadores de los cárteles en el país. Con dinámicas dirigidas a desarrollar en ellos una óptica distinta de su vida, sacuden su interior con esas preguntas que suelen ser inevitables al conocer a alguien que está en prisión: “¿qué pasó en ti? ¿por qué te perdiste?¿dónde estuvo el error?”

No pude evitar preguntar si después de lo que han vivido, creen que haya remedio incluso en personas que han ganado fama por su maldad. La respuesta fue sí. Reconocieron que es un proceso largo. Me recordaron que “los malos” fueron, algún día, niños con sueños e ilusiones. Sin embargo, a muchos de ellos los marcó la violencia normalizada, el rechazo, los ambientes en los que para sobrevivir hay que convertirse en malo. Enfrentarlos con sus recuerdos, vivencias, culpas, miedos, carencias y resentimientos, los ha llevado a entender que, en ocasiones, sólo aquél que está profundamente herido hiere también.

Recordé esto los últimos días, en los que la realidad nos obliga a repensarnos como sociedad. Un terrible hecho nos ha llevado a coincidir en la urgencia de atajar la violencia; priorizar la salud mental; y escuchar a tiempo para evitar otra tragedia. Prevenir cualquier acto de violencia es fundamental. Por eso, también ahí donde el daño está hecho, es clave entender y atender de dónde proviene esa violencia.

En las cárceles estatales eso no ha sido prioridad. Solo 2.5% del personal penitenciario son psicólogos y 1% criminólogos. En 2018, 101 mil personas egresaron de esos centros, es difícil que con esa reducida capacidad se haya dado la atención adecuada.(1) El problema de la violencia es tan multifactorial como la respuesta. Valdría la pena no sólo seguir apostando a la contención.

Porque de lo que se trata es, como una de las dinámicas del profesor Correa, arrugar una hoja en blanco para después extenderla, y así demostrar que, a pesar de las marcas adquiridas, aún es posible escribir una nueva historia en ella.

(1).- INEGI. Censo Nacional de Gobierno, Seguridad Pública y Sistema Penitenciario Estatales 2019.

@wenbalcazar

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