El 30 de abril es un día en el que celebramos a las niñas y los niños de México. Un día en el que todos recordamos esa etapa de la infancia que suele significar bondad, posibilidad e inocencia.

Desde 1924, ésta es una fecha en la que nuestro país recuerda la importancia de reconocer y de proteger los derechos de los más pequeños de nuestro planeta; pero también es un momento para analizar los pendientes que aún tenemos, de cara a la niñez. Uno de ellos está dentro de nuestras cárceles.

En México, detrás de esas cuatro paredes, existe un grupo particular de inocentes cuyo encierro obedece a la simple razón de haber nacido o crecido en prisión. Según el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2019, son 436 niñas y niños que, sin haber cometido delito alguno, viven con sus madres en algún centro de reclusión. Hasta hace algunos años, esa cifra era incluso inexacta, ante la falta de voluntad e interés por parte de la autoridad de contarlos y visibilizarlos.

Hasta el año 2018, su existencia no estaba siquiera reconocida en la ley. Fue a partir de una modificación impulsada por la asociación civil Reinserta, que la Ley Nacional de Ejecución Penal contempló una serie de disposiciones y derechos de las hijas e hijos de mujeres privadas de la libertad. Entre ellos, contar con instalaciones y artículos necesarios para una estancia digna y segura; recibir atención médica especializada y de calidad; recibir alimentación adecuada y saludable, educación inicial y vestimenta acorde a su etapa de desarrollo y edad.

Desafortunadamente, cambiar la ley no suele bastar para cambiar la realidad. Por ello, a pesar de este gran esfuerzo, hace falta mucho por hacer para poder garantizar que sus primeros años transcurran como la de cualquier otro menor en el exterior. Mientras tanto, las niñas o niños que viven hasta los tres años en prisión, se acostumbran a vivir entre los sonidos de las rejas que constantemente se abren y cierran.

Carecen de la oportunidad de conocer o imaginar un árbol, un parque, un museo, una mascota, el cine, lo que es viajar en auto o en camión. Viven con las restricciones propias de un centro penitenciario: compartir cama; ceder parte del espacio en una celda; habitar en un entorno reproductor de la violencia y las desigualdades que llevaron a sus padres a vivir en prisión.

Restricciones que se acentúan en el caso de las mujeres como población penitenciaria minoritaria. A las que no sorprende, pero sí preocupa la ausencia de espacios seguros o libres de violencia (ludotecas, guarderías, escuelas infantiles), que garanticen una sana convivencia para quienes viven o visitan a sus mamás o papás en reclusión.

A todo lo anterior, hay que sumar el estrés y la ansiedad que estos pequeños deberán enfrentar cuando llegue el momento de la separación. La ausencia de un proceso para anticipar su salida de manera sensible, poco contribuye a su bienestar, a un adecuado acompañamiento y una correcta transición a su vida en comunidad.

Por ello, el reto institucional y la deuda como sociedad, frente a cada uno de esos pequeños, es enorme y es uno que no podemos olvidar. Invertir en infraestructura y espacios adecuados para garantizar una estancia digna, con programas de atención especialmente dirigidos para niñas y niños con madres y padres en prisión, es fundamental.

Para ello, se requiere presupuesto, el interés y la voluntad de nuestras autoridades, para no seguir ignorando la responsabilidad de brindar a cada una de esas niñas y niños, la oportunidad de tener un mejor futuro. Uno en el que sus armas sean otras. Las de la educación, el desarrollo, el talento, la posibilidad de tener una vida digna, en la que puedan construir, realizar sus sueños y contar su propia historia. Una en la que el destino de una persona no esté determinado, simplemente por el lugar en el que creció o nació.

@wenbalcazar

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