Solía pensar, en mi juventud ingenua, que el avance hacia una paz duradera en la llamada “Tiierra Santa” podría ser sólo consecuencia del entendimiento frío y factual del problema, es decir, de haber disecado los componentes de manera meticulosa, coherente, y pragmática, como en la ciencia. Con esos ánimos partí hacia Haifa, en el norte de Israel, usando de pretexto al último paso de especialización médica, y que habría de colocarme en las trincheras del sistema público de salud durante 5 años, en total asimilación, y en contacto sostenido con los que cada mañana enfrentan los desafíos de haber nacido en el pedazo de tierra más codiciado del planeta.
Hoy, un lustro después de volver a una patria en presunta transformación, con una esposa israelí que recrimina justificadamente cualquier esquirla de neutralidad emanada en la mesa del desayuno, puedo compartir las reflexiones producto de mi obtuso intento por “entender el problema en aras de la paz”:
Primero, nos enfrentamos a un fenómeno transgeneracional donde los sentimientos de desconfianza y recelo entre las dos poblaciones involucradas son muy profundos, aún dentro de Israel, donde sectores antagónicos conviven funcionalmente a diario. Dicha animadversión se aprecia, por ejemplo, en la inexistencia de matrimonios entre los árabes (también divididos entre musulmanes y cristianos) y los judíos, la segregación étnica en los espacios públicos de la mayoría de las ciudades, y por supuesto, en el discurso, tanto privado en las cenas familiares como público en el parlamento y en boca del liderazgo. En consecuencia, cualquier iniciativa de resolución idealmente tomará en cuenta una sanación lenta y progresiva de los lazos tan erosionados. Cada acción militar, con sus efectos colaterales en el medallero de los heridos, se inscribe en los anales más por la profundización de ese recelo que por la adición aritmética de los caídos. No hay paz sin reconciliación, y la reconciliación es lenta.

Segundo, ahora si que no hay para dónde hacerse. En el sentido literal y físico, estos dos grupos poblacionales no tienen otro punto geográfico a donde moverse. Más allá de la justificación histórica de su presencia en esos metros cuadrados específicos, ambos tienen, en mayor o menor medida, raíces étnicas, culturales, y más importante, patrimoniales, por las que no podrán ni deberán desplazarse. Tanto Israel como Palestina existen, como consecuencia de la presencia de palestinos y de israelíes. Esta es la realidad tan obvia y punto de partida de la imparcialidad. El pernicioso debate de “Si tales en verdad pertenecen ahí” debe ya quedar atrás, por lo menos en las esferas seculares.
Tercero, es imprescindible validar las demandas medulares de ambos bandos. El camino a la solución debe por fuerza comenzar en el reconocimiento mutuo del derecho a existir, porque de esa justa existencia se desprenden la autodeterminación, la soberanía y la seguridad. Este reconocimiento no puede ser sino espontáneo y voluntario, a criterio de las partes. Desafortunadamente, se presenta una paradoja del huevo y la gallina donde sin paz no hay reconocimiento voluntario, y no será voluntario sin estar precedido por un periodo de calma. Esta paradoja condena a los actores a una caja de resonancia con tal inercia que, en mi opinión, son imprescindibles las fuerzas externas en la ruptura del ciclo. De ahí el papel fundamental de los mediadores.
Cuarto, no hay solidaridades desinteresadas. Aconsejo tener cuidado al equiparar las respuestas públicas de muchos pueblos en el mundo con muestras de pulcritud moral. Recordemos, el panorama geopolítico, y por lo tanto, los tuits de los jefes de Estado, corresponde a un tablero que refleja los rescoldos de las últimas guerras. La protección de los intereses nacionales tanto en activos como en opinión pública es siempre una prioridad de los gobiernos, por encima de consideraciones de orden ético universal. Asimismo, las expresiones de horror, apoyo, conmiseración y piedad, deberán ser tomadas como sujetas a cambio. No conozco en la historia alguna alianza o enemistad entre sociedades que haya durado para siempre.
Quinto, los involucrados en la realidad diaria del conflicto han aprendido ya a vivir sus días en un ambiente con ciertas limitantes, de la misma forma en que se vive donde hay periódicamente terremotos, o huracanes. Sin buscar minimizar la devastación y la estela de sufrimiento, me refiero a que en paralelo a los acontecimientos bélicos se ha desarrollado una forma privada inclusiva de todo lo presente en cualquier otra región, idas al mercado, visitas a los parientes, adoración religiosa, transporte diario, además de la obtención de recursos. Y estas expresiones de humanidad han sido ahí moldeadas a través de las décadas por la pelea grupal en nombre del derecho a seguir existiendo ahí. Es difícil, si no imposible, medir quién sufre más, y desde cuándo, quién merece qué, y por qué.
En este preciso sentido, el conflicto no se puede entender, de la misma forma como no se puede entender la migración irregular para controlarla, contando la cantidad de metros entre el Darién y nuestra frontera sur, y las múltiples maneras de cubrirlos. Estos procesos humanos, multifactoriales, transculturales, y duraderos, no pueden deshebrarse y pretender que el total equipara a la suma de sus partes. Hay un factor, el factor subjetivo humano, la sensación en las calles, la complicidad colectiva, que no se explica ni se entiende ni se cuantifica.
Fundamento la malquerida neutralidad en esta imposibilidad de entendimiento, a pesar de las tentaciones etéreas del sentido común, cuyos tentáculos de falsas certezas son responsables de tantos episodios de intolerancia y persecución alrededor del orbe. Gran porción del daño causado por el conflicto se expresa a cientos y miles de kilómetros de los territorios en discordia, a mano de agentes convencidos del sustento moral de tal o cual argumento, basando en estas falacias facultades espurias, y emitiendo juicios lacerantes, ofensivos, desconsiderados. Por un lado resulta en antisemitismo, y por el otro, en apología al castigo colectivo. Nuestra mayor contribución en estos momentos está en orientar el debate hacia la reconciliación, y evadir la polarización a toda costa. Seamos todos agentes de la doctrina Estrada.