La historia económica reciente de América Latina está marcada por péndulos políticos que oscilan entre extremos. Gobiernos que llegan prometiendo desmontar lo hecho por sus antecesores y otros que, con la misma convicción, buscan reinstalarlo todo. Descubrir y descifrar el país una vez tras otra. En ese vaivén, pocas cosas sufren tanto como la continuidad de las políticas públicas.

Chile suele citarse como un caso atípico en la región, no por la ausencia de giros políticos, sino por la permanencia de ciertos consensos económicos a lo largo del tiempo. La pregunta relevante es qué tanto México ha sido capaz de construir algo parecido.

El caso chileno es incómodo. Parte de sus políticas económicas más duraderas surgieron durante un régimen autoritario. Desde una óptica estrictamente económica, hubo decisiones que funcionaron: estabilidad macroeconómica, apertura comercial temprana, reglas relativamente claras para la inversión y un sistema financiero profundo. Nada de eso justifica el autoritarismo ni los costos sociales que implicó, pero sí explica por qué, tras la transición democrática, muchos de esos pilares no se desmontaron. Se corrigieron, pero no se abandonaron.

México, en cambio, ha construido su marco económico en democracia, pero con consensos mucho más frágiles. La estabilidad macroeconómica ha sido, quizá, el acuerdo más sólido. Desde los 90, la disciplina fiscal, la autonomía del Banco de México y la prioridad sobre el control inflacionario han sobrevivido a alternancias políticas.

Fuera de ahí, la historia es menos consistente. La apertura comercial mexicana —anclada primero en el TLCAN y luego en el T-MEC— fue durante años una política de Estado. Hoy sigue vigente, pero no necesariamente respaldada por un discurso político que la asuma como propia. A diferencia de Chile, donde la apertura se volvió parte de la identidad económica del país, en México sigue siendo vista por algunos como una concesión incómoda mientras se disfrutan sus beneficios.

El péndulo se nota con claridad en la inversión. Mientras Chile logró construir reglas que dieron certidumbre a largo plazo, en México la inversión depende demasiado del clima político del sexenio en turno. Cambios regulatorios abruptos, cancelación de proyectos y un uso discrecional del gasto público envían una señal clara: las políticas públicas no son sostenibles si dependen de una sola administración. La inversión requiere horizontes largos; el péndulo político, en cambio, acorta la visión.

Incluso en áreas donde el consenso parecía alcanzado, como las pensiones, la sostenibilidad ha sido frágil. México heredó un sistema de cuentas individuales que, como el chileno, fortaleció el ahorro interno y el mercado financiero, pero que tampoco garantiza pensiones suficientes ni permite un desarrollo de infraestructura más potente.

Chile no es un ejemplo a copiar, sino a entender. Su crecimiento posterior a 1990 fue posible no solo por las políticas heredadas, sino por la capacidad de los gobiernos democráticos de corregirlas sin destruirlas. En México, la tentación recurrente es empezar de cero cada seis años, como si la política pública fuera un botín y no un proceso acumulativo.

La sostenibilidad de las políticas públicas no depende de si vienen de la derecha o de la izquierda, sino de si logran sobrevivir al péndulo político. Cuando las decisiones económicas se convierten en símbolos ideológicos, pierden efectividad y legitimidad. México necesita menos políticas sexenales y más acuerdos de largo plazo para que el cambio no implique, cada vez, volver a empezar.

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