A punto de terminar 2025, la economía mexicana vuelve a cerrar el año con una sensación conocida: el estancamiento. No es crisis, pero tampoco es crecimiento. No es un colapso —al menos en materia económica— pero mucho menos es despegue. Es la confirmación de una trayectoria a la que ya nos acostumbramos, crecer poco se ha vuelto aceptable.
Las expectativas más actualizadas preven terminar el año con un 0.4% de crecimiento. Pero qué bueno que vamos a crecer, podríamos no haberlo hecho, ¿o no? Esa es la narrativa que se escucha cada vez más. En términos per cápita será negativo.
Pero el problema no es coyuntural. No se explica únicamente por una desaceleración global, ni por la incertidumbre política externa, ni siquiera por los estragos que podría causar la reforma al Poder Judicial. México lleva más de una década creciendo poco. Desde 2014, el crecimiento promedio anual ha rondado 0.6%. A ese ritmo, duplicar el tamaño de la economía tomará más de 116 años. Para un país con rezagos profundos, eso equivale a resignarse.
Incluso en una economía de las que ya se consideran desarrolladas, una tasa así no sería aceptable; seguramente el país del que se tratase estaría diseñando políticas de largo plazo para salir de ese estancamiento y poder traducir el crecimiento en mejoras tangibles para la población.
La razón del bajo crecimiento de México escapa las explicaciones sencillas. No es solo la disparidad regional, incluso los estados que más han crecido en México en la última década —Quintana Roo y Baja California Sur con 3.09% y 2.81% en promedio por año— no muestran tasas de crecimiento sólidas. Otras entidades, las más industrializadas como Nuevo León y Baja California, se quedan en 2.11%. La Ciudad de México —que sigue siendo la que más contribuye a la producción del país— ha crecido en los últimos diez años 1.43% en promedio. Chiapas ha crecido a 0.6% y Campeche decrecido 4.28% en promedio anual.
Sabemos que México invierte poco y mal. La inversión fija bruta como proporción del PIB ha aumentado ligeramente en los últimos años, pero lejos de lo que permitiría al país crecer de forma sostenida. La inversión pública, en particular, ha sido errática y concentrada en proyectos con dudoso impacto productivo. La inversión privada, por su parte, ha tendido a esperar: espera señales claras, reglas estables y un entorno de certidumbre jurídica que no termina de llegar.
Los datos de productividad presentados recientemente por el Inegi muestran algo de lo que no nos gusta hablar. En 2024, la productividad total de los factores disminuyó 0.35%. La PTF —a pesar de ser difícil de medir— se refiere a la eficiencia en la que usamos los factores de producción. Pero la publicación del Inegi da un dato menos coyuntural y más estructural. Para el periodo 1990-2024 se registró una caída promedio de 0.51% en la productividad. Menos eficientes con el pasar del tiempo.
La estabilidad macroeconómica que México ha logrado en los últimos años es una condición necesaria, pero no suficiente para crecer; confundir estabilidad con éxito es un error de diagnóstico que termina por justificar la inacción.
Crecer implica priorizar: invertir en educación de calidad, fortalecer instituciones, garantizar competencia, apostar por la innovación y abrir espacios al sector privado. Nada de eso es políticamente rentable en el corto plazo. Pero todo es indispensable si se quiere cambiar la trayectoria.
Termina 2025 y México sigue sin crecer. Crecer poco no es una fatalidad: es el resultado de decisiones o de la ausencia de ellas.

