La realidad no avanza como si solo estuviéramos siguiendo un camino marcado, tampoco sucede como si fuera un péndulo que oscila de un extremo a otro buscando un equilibrio. Más bien avanza y sobre todo progresa cuando las contradicciones se reconocen, se enfrentan y se procesan; o se estanca cuando se administran, pero sin resolverse. Esta manera de realizar una lectura de México a finales de este año 2025, puede resultar útil para comenzar a reflexionar el México del año 2026 como un momento de definiciones clave para el desarrollo del país.

Desde una perspectiva analítica, este año pareciera cerrar con una estabilidad macroeconómica relativa y señales claras de enfriamiento. La inflación general se mantuvo dentro del rango objetivo del banco central, lo que protegió el ingreso real y evitó desórdenes mayores; sin embargo, la inflación subyacente permaneció elevada y el crecimiento se debilitó.

En seguridad, 2025 mostró un contraste igualmente nítido. Tuvimos una reducción sostenida del homicidio doloso, al mismo tiempo que la extorsión se mantuvo como una forma de violencia económica que afecta directamente la vida cotidiana. La dialéctica aquí es evidente: contención de la violencia abierta frente a persistencia del control criminal sobre actividades económicas locales. Resolver esta tensión es central para cualquier agenda de desarrollo.

Leer 2026 también implica identificar puntos de decisión y presiones acumuladas. El calendario institucional introduce exigencias simultáneas: la revisión del T-MEC, procesos electorales locales y una exposición internacional inédita por el Mundial de Futbol. Estos hitos no determinan por sí mismos el rumbo del país, pero amplifican las consecuencias de decisiones, bien o mal coordinadas. En un contexto de crecimiento frágil y seguridad heterogénea, la incertidumbre externa y la competencia política interna elevan el costo del error.

Aquí emerge una condición ineludible: la necesidad de una nueva clase política con mayor unidad interna. No como relevo retórico ni como homogeneización ideológica, sino como capacidad de coordinación efectiva.

En un sistema competitivo es comprensible que distintos actores busquen apropiarse de los logros; el problema surge cuando esa apropiación fragmenta la acción pública. Los avances de los últimos años han sido, en buena medida, producto de esfuerzos colectivos entre niveles de gobierno, instituciones y actores sociales. Olvidarlo debilita la capacidad de sostenerlos y profundizarlos. Además, debemos de reconocer que las reglas del entorno han cambiado. Menor margen fiscal, mayor exigencia ciudadana y mayor escrutinio internacional reducen el espacio para la improvisación. Ser sensibles a estas nuevas reglas implica recomponer alianzas con acuerdos funcionales entre federación, estados, municipios, sectores productivos y organizaciones sociales. Sin esa recomposición, la estabilidad puede mantenerse, pero el desarrollo se fragmenta y pierde profundidad.

El territorio, o mejor dicho los territorios, son los ejes más importantes que ordenan esta lectura del próximo año. Recordemos que México no es un espacio homogéneo donde el desarrollo ocurre de manera uniforme. Es un país de regiones con estructuras productivas, capacidades institucionales y necesidades sociales distintas. El desarrollo sucede por regiones: lo que impulsa a un corredor industrial del norte no es lo mismo que requiere una región rural del sur o una zona logística del centro. Pretender políticas idénticas produce resultados desiguales y tensiones innecesarias. Reconocer la diversidad territorial no fragmenta el proyecto nacional; lo hace viable. La contradicción entre centralización para ganar eficacia y diferenciación para atender realidades locales deberá procesarse el siguiente año si lo que se busca es evitar un desarrollo asimétrico y socialmente frágil.

Pensar el 2026 exige bajar el análisis al piso social, porque quienes conocemos y hemos sido partícipes de la historia de nuestra sociedad desde hace décadas, sabemos muy bien que el desarrollo no se mide sólo en estabilidad o crecimiento agregado, sino también al transitar por las calles con mejores condiciones de movilidad y seguridad; y sobre todo confiar en que las instituciones responderán a las verdaderas necesidades colectivas y no solo a las de unos cuantos. El país y cada una de sus regiones avanza si y siempre que, estas contradicciones se resuelvan en la práctica cotidiana y no sólo como discurso público.

En este punto, la tarea es construir unidad sin homogeneidad, coordinación sin centralismo y reconocimiento colectivo sin diluir responsabilidades. El territorio, por su escala y diversidad, nos obliga a pensar el desarrollo regional, sensible y diferenciado. 2026 no será un año de prueba de madurez institucional y política, para demostrar la capacidad del Estado y de sus actores de transformar tensiones acumuladas en condiciones efectivas de bienestar.

Lo que ocurre hoy en América Latina, con el avance de proyectos regresivos en la región, es una señal que obliga a reflexionar sobre la importancia de la unidad frente a un entorno cada vez más adverso. Las disputas internas, los sectarismos y las exclusiones debilitan cualquier proyecto de transformación, por ello, la fortaleza pasa por cerrar filas en torno a las causas, defender la democracia y combatir prácticas autoritarias, vengan de donde vengan. Porque al final del día, la unidad no es un gesto retórico, sino una decisión estratégica para sostener y profundizar el actual proyecto de nación.

Académico y especialista en políticas públicas en materia de administración de justicia y paz

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