Durante décadas, el Zócalo de la Ciudad de México ha sido mucho más que una explanada frente al Palacio Nacional. Se trata de un registro vivo de la nación, en donde se han acumulado consignas, silencios, agravios y celebraciones que cuentan, mejor que cualquier encuesta, la relación cambiante entre el pueblo de México y los encargados del gobierno. Es más, si uno afina el oído, todavía es posible escuchar cómo se superponen los ecos de medio siglo de protestas y consignas: presos políticos, libertad; vivos se los llevaron y vivos los queremos; ni una menos; no a la imposición, no al desafuero; por el bien de todos, primero los pobres. Frases de distinta época con un significado semejante: una sociedad que no está dispuesta a dejar ir ni dejar pasar deudas con el pueblo.
Los años sesenta y setenta vieron a miles de jóvenes marchar al Zócalo para desafiar abiertamente a un régimen autoritario y represor. Demandas como libertad a los presos políticos y fin de la represión culminaron en la respuesta conocida internacionalmente como la masacre de Tlatelolco, el Halconazo y una larga persecución de dirigentes sociales. De ahí en adelante, cada vez que se marchaba al Zócalo, se hacía con la memoria fresca de quienes no regresaron a casa. Entonces no era una plaza para los festejos, sino una afrenta directa y valiente al Estado que se le cerraba a una democracia verdadera.
Después del sismo de 1985, los damnificados se organizaron desde abajo, sin esperar a recibir dádivas del gobierno, encontrando en el Zócalo un espacio para exigir vivienda, reconstrucción y reconocimiento. En el 87, los estudiantes entramos durante la huelga del CEU en defensa de la universidad pública y gratuita.
En los noventa, campesinos, trabajadores, pueblos indígenas y simpatizantes del EZLN llevaron hasta ahí sus propias consignas contra la desigualdad y el nuevo modelo económico que prometió modernización y solo dejó deudas multimillonarias.
En 2006, el Zócalo volvió a llenarse como pocas veces hasta entonces, pues tras una elección presidencial robada, cientos de miles de personas se congregaron para una demanda muy simple: conteo de las boletas, voto por voto y casilla por casilla.
La lista de actores que han pasado por el Zócalo se ha diversificado aún más desde entonces, pero en medio de esta larga historia de protestas algo cambió. La Cuarta Transformación introdujo un giro importante: el Zócalo no solo como lugar donde se emplaza al poder, sino también como escenario desde el cual los gobernantes en turno rinden cuentas al pueblo de México. Desde 2018, los informes, celebraciones y cierres de campaña han llenado la plaza con simpatizantes que no llegan a reclamar, sino a escuchar.
La concentración de este pasado 6 de diciembre, convocada para celebrar los siete años de la 4T, es la expresión más reciente de esta nueva etapa, en donde las personas acudieron a escuchar a la Presidenta trazar un balance de resultados y, al mismo tiempo, reivindicar la continuidad del proyecto iniciado por Andrés Manuel López Obrador.
Las consignas en esa jornada han sido otras. Se habla de incremento sostenido y real al salario mínimo, una reducción histórica de la pobreza, la expansión de programas sociales como nunca antes vista, una inversión extranjera récord y desarrollo de obras de infraestructura estratégicas con grandes avances; y en medio de todo, una frase impactante con la que comenzó la celebración: que nadie se equivoque, los jóvenes están con la transformación. La lógica ya no solo es la de un pueblo olvidado o herido que toca la puerta de Palacio Nacional, sino la de un gobierno que se presenta como heredero de las luchas de ayer y pide la opinión de la gente a los resultados alcanzados.
México se mueve, y lo hace con una fuerza que interpela a quienes dicen representarlo. En este sentido, ponerle quinta a la Cuarta Transformación significa entender que estamos en la antesala de algo no visto en la historia reciente: un nuevo episodio nacional en el que, por primera vez en décadas, existe la posibilidad real de contar con un gobierno completo para culminar las transformaciones iniciadas en 2018; un gobierno que ha creado las condiciones para que el pueblo de México ingrese a una etapa distinta de bienestar, una que —a diferencia del Estado de bienestar del siglo pasado— no esté diseñada para reproducir privilegios ni para sostener élites, sino para garantizar derechos y oportunidades efectivas para todas y todos. Significa también consolidar un país que dejó atrás la lógica neoliberal que durante años subordinó el interés público a los intereses privados, y que ahora apuesta por fortalecer al Estado como instrumento democrático de desarrollo. En suma, ponerle quinta a la Cuarta Transformación es asumir que el futuro no será una herencia sino el ejercicio de construir con rumbo social, voluntad política de izquierda y capacidad ética para corregir aquello que aún falta para que la grandeza mexicana deje de ser una aspiración y se convierta, por fin, en la normalidad mexicana.

