En marzo de 2020, Estados Unidos acusó formalmente a Nicolás Maduro de narcoterrorismo, ofreciendo 15 millones de dólares por información que llevara a su captura. Washington lo señaló como pieza clave del llamado “Cartel de los Soles”, una red de militares y políticos supuestamente vinculados al tráfico de cocaína hacia Norteamérica. Maduro, por su parte, rechazó de inmediato las acusaciones, tachándolas de “guerra sucia” para justificar un cambio de régimen. Pero más allá del caso puntual, lo que realmente se avivó fue un viejo debate: ¿hasta qué punto tiene legitimidad Washington para erigirse en juez y policía de América Latina?

El guion no es nuevo. Durante la Guerra Fría, Estados Unidos se presentó como garante de la democracia frente al comunismo. En la práctica, sus intervenciones dejaron dictaduras, desestabilización y violencia en la región. Guatemala en 1954 con el derrocamiento de Jacobo Árbenz, Chile en 1973 con la caída de Allende, República Dominicana en 1965 con la invasión para evitar “otra Cuba”, Nicaragua en los ochenta con el financiamiento a los “Contras”, Panamá en 1989 con la captura de Noriega, Haití en los noventa bajo la bandera de la “restauración democrática”. La lista es larga y las huellas siguen abiertas.

Ese patrón se repite hoy. Estados Unidos acusa, sanciona, ofrece recompensas millonarias y presiona con discursos de democratización. Pero los resultados suelen ser mayores crisis de legitimidad, más polarización y un terreno fértil para líderes que utilizan el intervencionismo externo como escudo. Fidel Castro lo entendió en su momento con el embargo; hoy Maduro aprovecha cada acusación para reforzar un discurso de soberanía asediada. El intervencionismo externo termina reforzando el nacionalismo de los líderes señalados, da argumentos a sus narrativas de resistencia y profundiza la desconfianza hacia Washington. En vez de debilitar al chavismo, la presión internacional lo convierte en un proyecto que se alimenta de la confrontación.

La escalada reciente muestra que no se trata solo de sanciones o recompensas. La decisión de enviar buques de guerra a los mares de Venezuela bajo el argumento de combatir el narcotráfico es un acto de presión militar que cruza una línea peligrosa. No se trata únicamente de un gesto diplomático: es una provocación que recuerda los peores episodios de la Guerra Fría y abre la puerta a un conflicto que nadie en la región desea. Que potencias extranjeras desplieguen fuerza naval frente a costas latinoamericanas no puede considerarse aceptable, porque erosiona la soberanía regional, desestabiliza los equilibrios militares y normaliza la presencia armada de Estados Unidos como si fuera un árbitro natural del continente.

En pleno 2025, Washington continúa con la misma fórmula. Acusa unilateralmente a Maduro, sube la recompensa —que ya alcanza los 50 millones de dólares— y lo presenta como símbolo del desorden regional. Mientras tanto, mantiene alianzas estratégicas con regímenes autoritarios en otros rincones del mundo. La contradicción es evidente: la cruzada por la democracia se aplica selectivamente, y América Latina lo sabe.

El problema, entonces, no es solo Maduro ni las sospechas que lo rodean. Es también la incapacidad de Estados Unidos de reconocer que su política exterior ha fracasado una y otra

vez en la región. Su insistencia en exportar un modelo político a través de la presión o la fuerza ha generado exactamente lo contrario: desconfianza hacia el “salvador externo” y resignación ante líderes que convierten esa presión en bandera de resistencia.

¿De qué sirve seguir repitiendo la misma estrategia si lo único que logra es fortalecer las narrativas de quienes se pretende debilitar? ¿No ha llegado la hora de que Washington deje de buscar culpables afuera y empiece a mirarse en el espejo de su propio intervencionismo? ¿Hasta cuándo América Latina seguirá atrapada entre la imposición externa y la manipulación interna? Además, legitimar que Washington despliegue poder naval a discreción en aguas latinoamericanas sienta un precedente peligroso: normaliza la idea de que la soberanía regional puede ser vulnerada en nombre de la seguridad hemisférica. El verdadero riesgo no es solo para Venezuela, sino para toda América Latina, que quedaría atrapada entre la amenaza de la fuerza externa y la manipulación de líderes internos que utilizan esa agresión como escudo político.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios