Desde su firma en 2020, el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) ha sido el motor económico más poderoso de América del Norte. No se trata solo del sucesor del TLCAN: es una pieza clave del engranaje geoeconómico del siglo XXI. Hoy, el comercio trilateral supera los 1.7 billones de dólares anuales, México es el primer socio comercial de Estados Unidos, y más del 80% de las exportaciones mexicanas cruzan esa frontera diariamente. El T-MEC modernizó reglas laborales, fortaleció estándares ambientales, incorporó comercio digital e impulsó inversiones automotrices, energéticas y tecnológicas. Para México, significó crecimiento en manufactura avanzada, consolidación industrial en el Bajío, expansión del nearshoring y atracción de empresas globales que buscan diversificar cadenas productivas frente a China.

Sin embargo, este éxito económico se enfrenta hoy a una tormenta política. El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca, la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de EE. UU., y el primer acercamiento entre Trump y Claudia Sheinbaum reactivaron un escenario que parecía superado: la amenaza de renegociación dura o incluso salida estadounidense del tratado. Trump ha insinuado que México y Canadá funcionan como “plataformas para China”, cuestiona reglas de origen automotriz, presiona por mayor control migratorio y busca condicionar comercio a seguridad hemisférica. Todo esto ocurre justo antes de la revisión del T-MEC prevista para 2026, lo que convierte a este momento en un punto crítico para el futuro económico de la región.

Aceptar la importancia del T-MEC no implica idealizarlo. México depende demasiado del mercado estadounidense; la vulnerabilidad es estructural: si Estados Unidos estornuda, México entra en resfriado industrial. Pero también es cierto que, sin este tratado, México perdería su principal fuente de ingresos, exportaciones y empleo manufacturero. En un país donde la industria exportadora genera cerca de 3 millones de empleos directos y sostiene buena parte de los salarios más altos fuera del sector energético, el T-MEC no es solo un acuerdo comercial: es una columna vertebral de estabilidad social.

Aquí entra el componente político. La nueva estrategia de seguridad estadounidense presenta un giro: prioriza el hemisferio occidental, securitiza la migración y vincula comercio con control territorial. Este fenómeno se explica mediante el concepto de securitización: cuando un Estado convierte un problema —como migración o crimen organizado— en una “amenaza existencial” para justificar políticas extraordinarias. Bajo esta lógica, EE. UU. intenta transformar aspectos económicos y migratorios en moneda de negociación. Para México, esto implica presión para frenar flujos migratorios más al sur, aceptar cooperación más intrusiva en seguridad y, en el peor escenario, condicionar acceso comercial a acciones coercitivas. Esto erosiona autonomía y reconfigura la relación bilateral desde una posición de fuerza.

Frente a este panorama tan cargado de tensiones, es indispensable imaginar los futuros posibles del T-MEC sin caer en alarmismos, pero tampoco en ingenuidad. El escenario más favorable —aunque no necesariamente el más probable— sería una renegociación controlada donde los tres países logran ajustar aspectos técnicos sin alterar la esencia del tratado. En esta ruta, se afinarían las reglas de origen automotriz, se reforzarían los mecanismos de certificación para evitar triangulación de insumos asiáticos, y se mantendría la cooperación laboral que ha sido clave en la mejora salarial en México. Bajo estas condiciones, el T-MEC conservaría su estabilidad, la industria seguiría operando con certidumbre y el gobierno mexicano podría sostener una narrativa de continuidad económica. Pero este resultado exige una combinación de diplomacia precisa, claridad técnica y la capacidad de evitar que la negociación se convierta en un campo de presiones políticas.

Un camino más realista es aquel donde el tratado se mantiene, pero bajo condiciones más duras impuestas por Estados Unidos. En esta situación, Washington aceptaría no romper el acuerdo, pero exigiría mayores controles migratorios, cooperación ampliada en materia de crimen organizado y restricciones mucho más estrictas para el uso de proveedores provenientes de Asia. México conservaría el acceso al mercado estadounidense —que es el corazón de su actividad exportadora—, pero el costo sería un aumento considerable en compromisos de seguridad, monitoreo y supervisión. Sería una continuidad del T-MEC, sí, pero atravesada por una dinámica de presión más marcada y una pérdida gradual de margen de maniobra soberana.

Existe también la posibilidad de que Estados Unidos decida debilitar el carácter trilateral del acuerdo para negociar bilateralmente con cada país. Ese escenario implicaría que Trump rompa la lógica de equilibrio entre socios y presione por acuerdos separados, sabiendo que la asimetría con México es mayor que con Canadá. En esa ruta, México perdería un contrapeso estratégico, quedaría solo en la mesa de negociación y enfrentaría demandas más agresivas en temas de migración, seguridad y comercio. La relación se volvería más desigual, y el país tendría que asumir costos más altos para sostener su acceso preferencial al mercado estadounidense.

Un escenario más crítico surge si Estados Unidos activa formalmente el proceso interno de salida del T-MEC. Aunque esa salida no se concretara de inmediato —e incluso aunque quedara en un “amago”— el solo anuncio bastaría para detonar turbulencias financieras. El peso mexicano se depreciaría rápidamente, inversiones en sectores como automotriz, aeroespacial y electrónico podrían congelarse, y la confianza empresarial sufriría un golpe considerable. La región del Bajío, altamente integrada a cadenas norteamericanas, sería una de las más afectadas. Se trataría de una crisis económica provocada por la simple amenaza de desmantelar el marco jurídico que sostiene gran parte de la actividad exportadora del país.

Finalmente, se encuentra el escenario de mayor riesgo: aquel donde la frontera entre comercio y seguridad se disuelve por completo. Bajo esta lógica, Estados Unidos podría utilizar aranceles punitivos, mecanismos de inspección extraordinaria y exigencias intrusivas en materia de seguridad a cambio de mantener abiertas las puertas del mercado estadounidense. México quedaría atrapado entre presiones económicas y condicionamientos políticos, obligado a aceptar acciones que podrían impactar su soberanía territorial. En esta configuración, el T-MEC dejaría de ser una herramienta de integración productiva para convertirse en un instrumento de coerción geopolítica.

Frente a estos escenarios, la postura a favor de México debe ser clara: defender el T-MEC no es solo proteger exportaciones, sino resguardar estabilidad macroeconómica, empleos, competitividad y soberanía económica.México debe negociar con firmeza, evitar que seguridad y migración se conviertan en chantaje geopolítico, y apostar por una estrategia dual: defender la relación con EE. UU. pero avanzar en diversificación comercial hacia Europa, Sudamérica y Asia.

El T-MEC, con todos sus límites, ha sido una herramienta crucial de desarrollo. Su preservación, fortalecimiento y modernización es un interés nacional mexicano. Las tensiones actuales no deben opacar una realidad: la integración norteamericana es una oportunidad histórica para México si se maneja con inteligencia diplomática y visión estratégica. Lo contrario, ceder ante presión unilateral o permitir que el tratado se desmorone, significaría retroceder décadas en competitividad y estabilidad. El reto es enorme, pero también lo es el potencial.

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