Con petardos tirados contra el edificio de Bucareli, pintas, y gritos de los padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa, López Obrador ve como naufraga su proyecto político. Un proyecto que pretendía enarbolar las causas sociales más sentidas de una buena parte de la población en México, como la de los 43.

“Vamos a que se conozca todo, no quiero ni deseo ni conviene que cuando se hace referencia a Iguala se esté pensando en los desaparecidos, en el horror”, así, se comprometía el todavía candidato López Obrador con los padres de los 43 en el ahora lejano Mayo de 2018 que recibieron su compromiso con aplausos y abrazos.

Casi seis años después, López Obrador atraviesa por el tumultuoso último año de su mandato en un clima que está resultando tan violento y caótico que de alguna forma recuerda a aquel que vivimos en 1994. Los paralelismos entre estas dos presidencias, separadas por décadas y en posturas ideológicas pero unidas por la controversia, subrayan una narrativa fundamental en la política mexicana: el espectro de la inestabilidad del último año de gobierno.

El mandato de Salinas, inicialmente aclamado por su liberalización económica y la histórica firma del TLCAN, entró en una espiral de caos marcada por el levantamiento zapatista y los asesinatos de importantes figuras políticas, incluido el de su sucesor, Luis Donaldo Colosio. Estos acontecimientos no sólo desbarataron su programa económico, sino que sumieron a México en una crisis de confianza, tanto a escala nacional como internacional.

La presidencia de López Obrador, que llegó bajo la promesa del combate a la corrupción, la desmilitarización del país y terminar con la brutal violencia de los cárteles del narcotráfico, está hoy sumida en una espiral similar a la de aquellos años. Un gobierno marcado por acusaciones no solamente de corrupción, también de nepotismo, sospechas de involucramiento del narcotráfico en sus campañas electorales, una política claramente permisiva frente a los grupos delincuenciales y una militarización de las funciones civiles del Estado Mexicano como nunca antes las habíamos visto desde que en México tenemos presidencias civiles.

Tan evidente es que las cosas se le están saliendo de control que las últimas dos semanas el propio Presidente ha comenzado a mostrar su lado más oscuro. El talante autoritario que siempre ha tenido pero que había logrado mantener un tanto oculto bajo su permanente sonrisa burlona. La sonrisa se ha ido y ha cedido su lugar al enojo presidencial.

“Por encima de la ley está la autoridad moral, la autoridad política” fue una de las últimas declaraciones de un hombre que no solamente no sabe disculparse, no le interesa hacerlo. Frente a la flagrante violación a la ley de datos personales que hicieron él y su equipo al dar a conocer el teléfono de una periodista, el Presidente se pone a la defensiva. Su voluntad es más importante que la ley.

A esas declaraciones han precedido las que hizo sobre su injerencia en las decisiones del Poder Judicial, sus ataques a la prensa y periodistas independientes, así como la pésima calidad de sus principales obras de infraestructura: el AIFA que aún sin gente ya se empieza a caer, Dos Bocas que no ha logrado refinar una gota de crudo aún cuando se prometió que lo haría hace más de un año y el doloroso Tren Maya, que lo encumbrará en la historia de los peores ecocidas del mundo.

Un sexenio que inició con promesas, pases de lista y abrazos, termina con petardos tirados al edificio Bucareli, encapuchados, pintas y mucho, mucho enojo. Está por verse que tanto influirá esto en la decisión final de los votantes.

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