El populismo no es algo nuevo, su existencia casi podría configurarse desde el nacimiento de la política misma. Podría decirse incluso que en cierto sentido todo político tiene algo de populismo en las hebras más finas de su ser. Sin embargo, esa concepción quizá podría pertenecer al terreno de la filosofía política. Hoy por hoy, lo que nos trae a hablar de populismo un día si y al otro también es la realidad pura y dura a la que nos enfrentamos a diario.

Los últimos años hemos sido testigos del ascenso de líderes populistas en un continuum que parece no tener fin. A pesar de todo, pareciera que siguen existiendo resistencias tanto a catalogar a un régimen como populista o bien a admitir que el populismo es ideológica y prácticamente nocivo para la democracia en un país, cualquiera que este sea.

El debate académico continúa y continuará por mucho tiempo, sin embargo, a pesar de él, es posible sentar las bases para que cualquier ciudadano en cualquier lugar del mundo tenga capacidad de reconocer si su gobierno ha pasado de ser democrático a ser populista. El primero es el discurso, ese discurso que alude para cualquier decisión a “la voz del pueblo”; que se escuda en hablar por los pobres y por los ciudadanos a la hora de tomar cualquier decisión.

El segundo asunto es la creación de un enemigo común para ese “pueblo bueno”. Cotidianamente el enemigo será la élite o un grupo en particular que sea, por definición, lo contrario al pueblo y el cual, desde el discurso del populista, se opone al cambio que beneficiaría “a la mayoría”. Cotidianamente ese enemigo suele ser representado por empresarios, la oposición política, grupos religiosos contrarios y en muchos casos en América Latina el enemigo por definición es “el imperialismo estadounidense”.

Mantener la idea de ese enemigo le permite al populista mantener una unión a su alrededor, jugar el papel de víctima de “poderes ocultos” y polarizar a la sociedad que, una vez dividida en sus propios intereses compartidos (particularmente el bien común) se debilitará permitiendo que el populista y su grupo se empodere aún más.

A pesar de ello, no hay que llamarse a engaño. El populismo no tiene una ideología detrás. Puede haber populismo de izquierda y de derecha. Si se tratara de uno de izquierda sabríamos que nos enfrentamos a, por ejemplo, procesos estatizadores (nacionalizaciones como se llamaron en los últimos años en Bolivia), el incremento de recursos destinados a programas sociales; el despilfarro de recursos, por mencionar solo algunos. Gobiernos como los de Chávez en Venezuela, los Kirchner en Argentina o Evo Morales en Bolivia.

Por otro lado, si se tratara de un gobierno populista de derecha estaríamos frente un gobierno que privilegiaría la reducción del gasto estatal; daría un gran espacio de movilidad a las Fuerzas Armadas (con el consecuente aumento de poder); enfocaría su discurso en el proteccionismo interno, la oposición a la inmigración y buscaría mantener una buena relación con Estados Unidos. Gobiernos como el de Bolsonaro en Brasil o Donald Trump.

Ni duda cabe de que el gobierno de López Obrador cumple con los dos elementos citados para reconocer el populismo, sin embargo, su falta de claridad ideológica genera bastante incertidumbre tanto a nivel interno como internacional. Su actuar puede caer, en un lado o en el otro según el integrante de su equipo que haya pesado más el día anterior. Por eso da bandazos y por eso, su populismo es aún más peligroso pues, a diferencia de otros casos, con él, sabemos que es populista pero no sabemos si por la mañana nacionalizará la banca y por la tarde anunciará la desaparición del IMSS.

Doctora en Derecho
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