En la Utah montañosa y conservadora, donde Trump arrasó con el 59% en 2024 y donde el conservadurismo de Charlie Kirk había echado raíces, un disparo el 10 de septiembre de 2025 truncó no solo una vida, sino que amenaza con convertirse en el punto de ruptura en la democracia estadounidense.
El asesinato de Kirk es, ante todo, una tragedia. No compartía la mayoría de sus ideas ni coincidía con su visión política, pero no hay nada que justifique que un ser humano muera asesinado por lo que piensa o expresa. La democracia se sostiene en principios básicos: entre ellos que la vida y la libertad de expresión son intocables. Perder de vista esto es perder el piso ético que nos permite convivir en desacuerdo.
Más allá del crimen son de llamar la atención las reacciones posteriores. Desde el círculo de Donald Trump, las voces se apresuraron a presentarlo como un mártir de su causa, mientras en las sombras de X y TikTok, voces de la extrema izquierda celebran su fin con memes crueles y justificaciones veladas: "Se lo buscó"como si la pérdida de una vida pudiera convertirse en objeto de sarcasmo. En ambos casos, lo que se revela es la ausencia de un terreno común: ya no existe la convicción de que la libertad de expresión debe defenderse, aun cuando lo expresado nos incomode. Esa convicción acunada por Voltaire de “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo” fue el cimiento de la democracia liberal durante décadas que hoy parece haberse evaporado.

Esa era la brújula moral de posguerra, nacida de las cenizas de Auschwitz y Hiroshima, fortalecida en la Guerra Fría cuando el mundo se dividía entre la tiranía comunista y la promesa democrática. Elegimos la democracia, no por capricho, sino porque nos unía un enemigo común externo: el imperio rojo que devoraba libertades. Hoy, ese enemigo ha mutado y ya no acecha detrás de la Cortina de Acero, habita en nuestra calle, en el color de la piel del inmigrante, en las creencias ajenas que nos incomodan.
Y no es solo en Estados Unidos. Al otro lado del Atlántico, la marcha "Unite the Kingdom”en Londres reunió a más de 110.000 almas en una marea antiinmigrante y en Austria y Dinamarca se realizaron concentraciones similares. De inmediato fueron calificadas como de extrema derecha, pero reducirlas a esa etiqueta es insuficiente. Como ha advertido Francis Fukuyama, detrás de estos movimientos también hay sectores sociales que se sienten humillados, marginados y abandonados y que canalizan un malestar legítimo: la sensación de que la nación, ese contenedor de identidades, se deshilacha ante oleadas migratorias y élites desconectadas. No defiendo sus excesos, pero tampoco los excesos del lado contrario. Cuando los moderados permitimos que solamente los extremos hablen lo hacemos a riesgo de perder todo lo construido. Como parece ocurrir en estos días.
La muerte de Kirk, las calles de Londres, el silencio cómplice de unos y la burla por la muerte de otros, todo clama por un renacer. No un nacionalismo tribal que exalta la sangre sobre la ley, sino uno democrático, voltairiano, que abrace el disenso como oxígeno vital. La democracia no sobrevive sin principios compartidos. Condenar la violencia política no admite matices ideológicos. Esta postura no es un acto de simpatía hacia Kirk, sino una reafirmación de los mínimos democráticos que deberían unir a todos, de izquierda a derecha planeando el rumbo de una misma nación. Si no lo hacemos, el disparo en Utah no será el último eco de la decadencia de occidente, será el primero de muchos.
X: @solange_