Finalmente -y a regañadientes- Donald Trump ha aceptado su derrota. Aunque de manera indirecta, permitir que inicie la transición entre su administración y la entrante de Joe Biden, es un paso adelante en el principio del fin de un conflicto postelectoral que jamás debió existir. Pero ocurrió.

Lo ocurrido en las pasadas elecciones en Estados Unidos ha dado un par de lecciones al mundo que vale la pena dejar anotadas porque quizá la próxima sea muy tarde. Si en un futuro cercano un populista megalómano vuelve al poder, el resultado puede ser -aún más- desastroso.

La democracia funciona pero es débil, quizá más de lo que alguna vez los estadounidenses hubieran estado dispuestos a aceptar. El sistema electoral es el primer eslabón en la cadena de la democracia y en Estados Unidos, es el eslabón más débil.

Con el fin de quedarse con el poder, Donald Trump no tuvo ningún empacho en mentir, en acusar de fraude a sus opositores aún antes de las elecciones. Una clara muestra de que tenía claro cuál era el talón de Aquiles del sistema. Desestimar los votos por correo, deslegitimar el sistema de conteo y anunciar su triunfo en la noche misma de las elecciones -cuando aún faltaban resultados por anunciar- es una clara muestra de ello.

Y es que en un diseño donde cada Estado representa un sistema electoral distinto, las disparidades en los procesos se hicieron más notorias que nunca. Desde diferentes formas de recibir y contar votos hasta la decisión del diferencial necesario de votación para ordenar -o no- un recuento de votos, pasando por supuesto, por el asunto del voto indirecto, la receta ha sido siempre una de desastre.

Si cualquier país latinoamericano tuviera un sistema electoral tan endeble, estaría en problemas (y lo han estado) sin mayores dudas. La duda sobre la razón que ha hecho perdurar ese sistema por tanto tiempo es absolutamente pertinente. Y la respuesta quizá nos desencante de tan simple. Ha sido una cuestión de confianza institucional, de creencia en convenciones políticas que, sin estar escritas en la Constitución, se han considerado constitucionales y por tanto se han respetado de un lado y del otro del espectro político.

Finalmente, y a pesar de Trump, el sistema ganó y la administración Biden pronto comenzará a recibir fondos federales y ha comenzado a tomar las riendas del gobierno en asuntos fundamentales. El tormento para la democracia concluirá luego de cuatro años de una gestión que violentaba los principios fundamentales de la democracia. Con los ataques de Trump a la oposición, a la prensa, el desmembramiento de instituciones, las mentiras, las violaciones a derechos humanos y un larguísimo etcétera.

Pero debe reconocerse que el riesgo de perderla, de perder la democracia, estuvo más cerca que nunca. Los amagos de Trump para quedarse con el poder exhibieron el lado mas flaco, el que puede usarse para destruirla.

Trump deja tras de sí una estela de ignominiosa destrucción en el arquetipo democrático. No únicamente se trata de la polarización ideológica -que por supuesto es también un problema muy grande-. Lo que Trump ha generado es una desconfianza tan grande en el sistema democrático que todavía hay personas de entre sus seguidores dispuestos a tomar las armas para defender la “limpieza de las elecciones”.

El desgaste institucional es tan grande que se antoja muy difícil confiar que pueda haber una próxima vez. Si la democracia estadounidense no hace los cambios estructurales, de diseño constitutional, necesarios, puede ser que el arquetipo termine por morir.

Twitter: @Solange_

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