Las protestas en Estados Unidos se han propagado en más de 50 ciudades en una veintena de estados. Iniciadas luego del violento homicidio del que fuera víctima George Floyd, un hombre afroamericano a manos de la policía en la ciudad de Minneapolis, han llegado al grado de forzar la declaración de toque de queda en la capital de la Unión Americana.

Los casos de exceso de fuerza por parte de distintos cuerpos policiacos han sido tema recurrente en todo el país. Por años se han transmitido detenciones de personas que, aún estando desarmados han sido sometidos con lujo de violencia. Sin embargo, hay diversos factores que convirtieron el caso de Floyd en uno paradigmático que ha llamado a la movilización en todo el mundo para protestar contra el abuso policial y contra la criminalización de las personas afroamericanas, uno de ellos, el covid-19.

La pandemia ha forzado a miles de personas a mantenerse encerradas en sus casas por semanas enteras e incluso meses. El encierro, sumado al estado de incertidumbre sobre lo que ocurrirá después de que pase la pandemia, el desempleo (40 millones de personas, en Estados Unidos, han perdido su trabajo durante esta crisis), la contracción económica, sumado al estado de encierro se volvieron caldo de cultivo para incendiar un país, ya de por sí cansado de los abusos.

Por siglos, Estados Unidos ha sido visto (con razón o sin ella) como el país de las libertades, el refugio de aquellos que creen en los valores de la democracia y, especialmente para quienes han migrado, como el lugar que enarbola el llamado “sueño americano”, la quintaesencia del capitalismo: tener las mismas oportunidades que todos, especialmente de trabajar y transformar la realidad propia en una mucho más próspera económicamente hablando.

Sin embargo, con los acontecimientos de los últimos días, parece que el arquetipo del palacio blindado de libertades civiles y estado de derecho se desmorona como un castillo de naipes. Bajo la rodilla policial, el país se ahoga y sufre los estertores de quien carece de oxigeno en los pulmones. Una realidad cruda y dura de una sociedad enormemente desigual, discriminatoria, racista y clasista le ha plantado la cara al mundo. Esa realidad, por paradójico que parezca, ha sido encabezada por el propio presidente estadounidense.

Trump ha convertido este episodio en su episodio para intentar replantear su reelección. Exigiendo Ley y Orden ante los disturbios, se dirige a sus bases mas radicales. Ordenando la movilización de la guardia nacional, exigiendo militares que se hagan cargo de Washingon DC, amenazando redes sociales, Trump intenta convencer de un discurso duro, anti movilizaciones, anti protestas a favor de una supuesta estabilidad.

Supuesta porque poco ha podido lograr hasta el momento para desincentivar las marchas y manifestaciones. ¿Cuánto más durarán las protestas? ¿cuál es el riesgo para la democracia?

El nivel de desencanto de la sociedad es muy grande (y no es para menos) y es probable que las posiciones se vayan volviendo cada vez más radicales conforme avanzan las campañas, se extienden los toques de queda y continúe el avance de la pandemia. El futuro de estas manifestaciones estará ligado al COVID-19 y a la estrategia del gobierno para hacerle frente: una realista, cooperativa y unificadora o una nacionalista, populista y polarizadora.

Frente a eso, la realidad podría hacerse presente. Quizá nada cambie y muy probablemente las cosas cambien para empeorar. La crisis profundizará las desigualdades, generará más incertidumbres y debilitará aún más el sistema democrático. Las protestas de hoy podrían tener un resultado adverso mañana. Al tiempo.

Twitter: @solange_ 

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