Así me respondió una paciente cuando me trataba de explicar por qué no siguió el plan de alimentación que habíamos planeado para ella y que, en teoría, le acomodaba muy bien.

Me dejó pensando.

Pensando en que alguien que busca un objetivo debería sentirse motivado y feliz por intentar alcanzarlo. Pensando en que el camino de las dietas es tortuoso si se entiende como prohibiciones y miedos. Pensando en que la felicidad no debe estar en qué comemos o dejamos de comer. Para mí ser feliz está en otro lugar. He aprendido a alejar mi “ser feliz” de la comida.

Pero esa soy yo. Ella, al parecer, es (temporalmente) feliz comiendo lo que sabe que no le ayuda a sentirse bien. Busca ser feliz repitiendo lo que ha hecho hasta ahora y que es lo que la tiene donde está. Quiere sentirse muy bien haciendo cosas que después le hacen sentir súper mal.

En un ejercicio de auto análisis… ¿Es acaso que las dietas que prescribo no son cómodas o no logro dar a mis pacientes lo que están buscando? No se. Por más que lo pienso, creo que no es eso porque hago mi mejor esfuerzo por adaptar todo a sus gustos, horarios, recursos y hábitos. Es más, antes de que se vayan del consultorio checamos que no haya dudas, que el plan les parezca sencillo y el correcto para este momento de su vida. Muchas veces me dicen que la dieta se parece tanto a la actual, que sienten que están comiendo lo mismo y eso les facilita apegarse. Y esa es la idea. Rescatar lo que está bien y modificar poco a poco los hábitos que deben cambiarse.

Es triste pero para muchos pacientes eso no es una dieta, me lo han dicho. Para la mayoría, estar a dieta es pasar hambre, estar de malas y no poder comer lo que disfrutan.

En este caso específico creo que va más por ahí, porque después de explorar sus razones para “haber sido feliz” me dijo que la última semana había estado en algunos eventos sociales y que, además, su novio le regaló una caja de cereal que le encanta y se había comido casi la mitad. Le expliqué que tampoco pasa nada. Pero no me cree. Para ella estar a dieta es sentir hambre, ansiedad, antojos y enojo, pero al mismo tiempo comer le genera exactamente lo mismo, por eso vive en los extremos. Pasa del atracón a la restricción, del sedentarismo a las horas en el gimnasio, de estar feliz a vivir una pesadilla.

La escuché mucho, platicamos. Le di mi punto de vista. Le dije que no podía entender cómo ella encontraba felicidad en algo que le generaba tanta ansiedad al mismo tiempo. Que, para mí, por ahí había algo más y que quizá debía intentar una terapia. Que buscara en su mente, en su boca-estómago y en su corazón, cómo salir de ese círculo vicioso de comer-no comer, subir de peso-bajar de peso, amarse-odiarse. Todo al mismo tiempo.

Se comprometió a darle una pensada. No estaba muy convencida, pero algo le hizo ruido. Me dijo también que intentaría ser menos extremista y perfeccionista porque ella sabe muy bien que esa manera de ser le genera problemas. Que hablaría con su novio para que, por favor, no le regalara cosas de comer y en todo caso, compartieran otras cosas juntos.

Así pues, mientras ella decidió tener “una semana feliz” yo tuve varios días para pensar y tratar de entender mi quehacer como nutrióloga. A veces siento que lo hago bien, a veces, que lo hago mal. De lo que sí estoy segura es que amo mi día a día y mi profesión, de que todo el tiempo trato de actualizarme y dar lo mejor de mí.

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