El Plan Nacional de Seguridad y Paz proclamó el 14 de noviembre de 2018: “La seguridad de la gente es la razón primordial de la existencia del poder público”. Agregó: “el próximo gobierno recibirá una seguridad en ruinas y un país convertido en panteón”. A dos años, ¿qué ha cambiado? ¿Ya no existe aquella razón? ¿Se ha modificado el escenario?

Hace tiempo apareció en la Revista de la Universidad de México una entrevista a Mario Vargas Llosa. Mencionó su novela “Lituma en Los Andes”: andanzas de un policía en la sierra peruana, donde imperaba el terror. Esa violencia —explicó— proviene de demonios “empozados” que emergen del abismo. Sucedió en Los Andes y ocurre en México.

Padecemos la violencia a flor de piel. Tiene varias fuentes. Hay crimen desde el abismo que mencionó Vargas Llosa. Existe protesta colectiva, provocada por agravios a la sociedad. Y avanza el descarrilamiento político, prohijado desde la cumbre del poder. Todo incide en la gobernabilidad democrática y compromete el futuro.

La violencia opera contra ciudadanos que salen de sus hogares sin la confianza de regresar. Abordan el transporte y se encomiendan a su suerte. Miran de reojo el gesto de sus vecinos. Pretenden no escuchar la provocación. Observan con temor el paso de los policías y el torrente de manifestantes iracundos que exigen el paraíso prometido. Pero éste no ha llegado ni llegará.

No siempre vivimos hostigados por esa violencia. Hubo sangre y quebrantos, pero no poblaron la vida del país ni colmaron las noticias. No eran el tema dominante en el hogar. No acecharon frente a nuestra casa y a la vuelta de cada esquina. No amenazaban la vida de la nación. No veíamos legiones armadas usurpando las funciones del Estado y limitando la libertad. La República fue el destino feliz de vacaciones familiares, no el sepulcro de cadáveres descuartizados. ¿Cuándo y cómo perdimos el rumbo?

Hoy somos una sociedad insomne. Marchamos en el camino de ser una comunidad de combatientes o de fugitivos. Frente a este riesgo que ensombrece la esperanza, es indispensable recuperar el terreno perdido y evitar nuevas derrotas. Hay que detener la costumbre de la violencia que se ha apoderado del país.

Pero el retorno a la civilidad no llegará fácilmente. Tiene condiciones. Una, restauración del Estado de Derecho: un genuino “estado de derechos” de los ciudadanos, ejercidos con plenitud, y de deberes de las autoridades, cumplidos con pulcritud. Otra, justicia que devuelva a cada quien lo suyo: dignidad, expectativas, destino. Una más, reconocimiento de las demandas legítimas, cuya desatención provoca enfrentamientos que aniquilan la concordia: el reclamo de las mujeres, de las víctimas del crimen y la injusticia, de los vulnerados por la pobreza y la enfermedad.

Además, el retorno a la civilidad exige una reconsideración en el ejercicio del poder. Pronto y a fondo. Las manos que lo administran y las palabras de quienes lo ejercen han promovido el encono y la violencia. La ha propiciado quien debe evitarla: el Ejecutivo de la Unión. Esto entraña una enorme irresponsabilidad. Aún podemos ensayar otro método de entendimiento, que no nos agreda y disperse. Hay que decirlo de nuevo, a voz en cuello. Antes de que sea demasiado tarde y la violencia herede nuestra tierra. Aguardan los demonios “empozados” y rondan otros diablos emergentes. A la puerta de nuestra casa: la de cada uno, la de todos. La suya y la mía, amigo lector.

Profesor emérito de la UNAM

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