Suelo enviar mis colaboraciones a EL UNIVERSAL con razonable anticipación. El texto que hoy aloja este espacio hospitalario no es el que remití originalmente. Solicité a los amigos de la Dirección Editorial que me permitieran sustituirlo por éste, enviado en la víspera de su publicación. He querido referirme a un tema —ejemplo y lección— que ha tenido al mundo en vilo, que aún no cuenta con solución definitiva y que debe alertar nuestra conciencia.

Obviamente, aludo al proceso electoral en los Estados Unidos. Ahí se presentaron los acontecimientos que han cautivado a millones de espectadores en todos los países. No sólo contemplamos unos comicios que adquirieron características insólitas para aquella nación, sino presenciamos un suceso con mayor profundidad y trascendencia de los que hubiera tenido en condiciones ordinarias. Esta vez, las condiciones fueron excepcionales y su alcance ha desbordado las fronteras norteamericanas. Son lección aprovechable para otros pueblos. El nuestro es uno de ellos.

Hay que ponderar el mapa político y social en el que produjeron estos comicios: una sociedad profundamente dividida; más de lo que supusieron los estudiosos y aseguraron los vaticinios. Es natural que haya pugna de ideas en una democracia. Pero en este caso la contienda adquirió una intensidad que sella el destino mismo de la nación americana, marcado por la animadversión entre grandes sectores sociales. Por supuesto, importa quién gana y quién pierde bajo la aritmética electoral, pero interesa mucho más lo que puede ganar o perder la nación en un proceso electoral con características extremas.

Además, es preciso reexaminar el sistema electoral que se mostró como ejemplar a lo largo de dos siglos y que hoy hace agua bajo su línea de flotación. Ese sistema permite —ha ocurrido— un resultado inaceptable: el triunfo del candidato que recibe menos votos populares que su contrincante. Es sorprendente que un mecanismo electoral que puede utilizar adelantos tecnológicos de punta, no resuelva con celeridad, en forma evidente y persuasiva, la recepción y el cómputo de los sufragios. En la batahola opera también la regulación aplicable y la diversidad de organismos —nacionales y locales— que intervienen en la elección.

Igualmente ha quedado a la vista el peligro que entraña la “forma de ser”, el “estilo personal” del contendiente que gobierna a la nación y al mismo tiempo reúne las adhesiones y los sufragios de una porción muy importante de los ciudadanos. En este caso —que puede verse reproducido por otros, en diversas latitudes del planeta—, el presidente de los Estados Unidos ha cultivado agravios, promovido enconos y animado una extrema polarización. Además, ha sembrado desconfianza en las instituciones que intervienen en el proceso electoral, anticipado versiones de fraude y alentado la idea de rechazar los resultados de la votación y culminar el proceso en un tribunal cuyos magistrados —respetables, sin duda— son afines a las ideas que profesa y a los proyectos que impulsa el candidato-presidente.

Todo esto milita contra la democracia y genera inmensos peligros. El conjunto, que ha gravitado sobre el proceso político norteamericano, guarda evidente cercanía con las condiciones que prevalecen en otros países, que observan sorprendidos o aleccionados. Entre ellos se encuentra México. Es necesario que miremos con ponderación y pongamos “la barba a remojar”. La elección norteamericana ha sido “ejemplar”: severa experiencia para esa gran república e inquietante lección para la nuestra.

Profesor emérito de la UNAM

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