El Ejecutivo apunta sus baterías y carga los proyectiles. Irán al corazón de la vida política, social y económica. Todavía es posible que la opinión pública y el Congreso, asociados a la sensatez republicana, moderen al artillero. Pongámonos en estado de alerta y elevemos las voces al amparo de las razones. Por ahora, veamos una de las preferencias del artillero.

Tenemos claridad sobre la situación oscura que guarda la seguridad pública. Proveer de seguridad al pueblo es el primer deber de un gobierno. Ese deber no se ha cumplido. Por el contrario, campea la violencia. Los delitos se multiplican. Vivimos asediados por el temor a la delincuencia desbocada. Y fracasan, a despecho de las cifras propaladas en las matinées cotidianas, las medidas adoptadas para brindar seguridad a los mexicanos.

Estamos al borde de ser un Estado fallido, si nos atenemos a la caracterización de Chomsky: ocurre cuando un Estado es incapaz de dar seguridad a sus ciudadanos. Un paso más lleva al abismo. Lo acreditan acontecimientos frecuentes y terribles, como los crímenes en Reynosa. Dentro, los mexicanos observamos con temor e indignación. Fuera, se nos mira con reproche.

Al inicio de su administración —que comenzó antes del 1º de diciembre de 2018—, el nuevo gobierno proclamó un Plan de Paz y Seguridad. Hizo el diagnóstico implacable —y veraz— de la pésima herencia que recibía. Luego ofreció cambios que serenaran a la República y anunció que daría un giro radical al desempeño de las Fuerzas Armadas, comprometiéndolas en la lucha contra el crimen. También prometió crear un cuerpo competente y disciplinado para operar en este campo minado: la Guardia Nacional. En diciembre de 2019 se alzó el debate en el Congreso, alarmado por la inminente militarización de la seguridad pública.

A partir de entonces, el gobierno suprimió a la Policía Federal y relegó —en la indigencia y el olvido— a las policías locales. Ignoró el carácter civil de la función de policía. Confundió la misión militar, que es tan respetable como la que más, y desvió a las Fuerzas Armadas de su cauce natural, constitucional, republicano. A cada paso que daba en esa dirección errónea, aducía nuevos argumentos para justificar el extravío. Hasta llegó a invocar en su apoyo, con extraño desvarío, la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

¿Qué ha pasado a dos años y medio del cambio de rumbo y a mil del paraíso prometido? En el campo baldío de la seguridad tenemos una criminalidad exacerbada y padecemos carencia de instituciones civiles capaces de contenerla, reducirla. No ha quedado nada en este paisaje desolado, salvo los cuerpos tendidos de las víctimas. Decae el Estado de Derecho, abatido por un “estado de cosas” insoportable. Y el Ejecutivo ofrece, como remedio, militarizar completamente la seguridad pública.

Hoy, más que nunca, necesitamos una policía civil —en los diversos órdenes de gobierno— bien preparada y eficiente que contribuya a que el gobierno cumpla el primer deber a su cargo. Habrá que trabajar a fondo en una reconstrucción de las instituciones civiles, destruidas o relegadas. Pero el artillero propone más de lo mismo: llevar adelante la militarización antihistórica de la seguridad pública. Oferta grave y errónea, que el nuevo Congreso deberá analizar con visión de Estado. No es momento de hospedar caprichos; lo es de ponderación, honradez y cordura. En esta materia, dejemos la política y las ocurrencias fuera de las soluciones, que apremian. ¡Rectifiquemos, antes de que sea demasiado tarde!

Profesor emérito de la UNAM

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