Hace varios siglos, un monarca de Francia ligeramente más luminoso que nuestro gobernante en turno resumió así la suma de sus potestades: “El Estado soy yo”. Era verdad. Ungido por Dios, reunía todos los poderes: legislaba, administraba y juzgaba. Además, definía la razón de Estado y era el jefe de las fuerzas armadas. Por lo tanto, no exageró al definirse con aquellas palabras.

Dos años atrás descubrimos una pretensión semejante en quien aspiraba a presidirnos. Algunos supusieron que podría traer a México el mismo viento autoritario que sopló sobre Francia bajo aquel monarca. Pero la situación que prevalecía en nuestro país enfiló a millones de electores en favor del cambio prometido. Los discursos sembraron la esperanza.

Hoy transitamos un camino que lleva a la dictadura. Lo anuncian los rumores y los clamores que advierten la nueva condición de una República en acelerado proceso de transformación. Pronto seremos súbditos o vasallos, y dejaremos de ser ciudadanos al amparo de derechos y libertades. El gobernante, residente de un palacio, seguirá encarnando al Estado.

En estos días —pero los vientos soplan desde hace tiempo— vimos muestras del rumbo que se pretende imponer a la República dolida. Es notorio. Lo es tanto para muchos que creyeron, ilusionados, que la travesía llevaría a una Patria más libre y más justa, como para quienes sospecharon lo contrario.

Comencemos por el Legislativo. Los legisladores —pieza fundamental del sistema de frenos y contrapesos— han sido avasallados por el imperio del Ejecutivo, aunque lo hayan aceptado con docilidad. No pueden poner o quitar un punto o una coma a las iniciativas que provienen del único poder efectivo. Hay regla de obediencia ciega. Porque “El Estado soy yo”.

Sigamos por el Judicial. Las disposiciones del Ejecutivo deben ser acatadas por los tribunales, a los que se pretende restar independencia. Cuando incomodan en el ejercicio de sus atribuciones, reciben reproches y amenazas. Se les descalifica ante el pueblo, para que éste reaccione en contra de la justicia. Si no hay acatamiento, habrá reformas constitucionales que abran el curso a la voluntad del soberano: la Constitución a merced del Ejecutivo. Porque “El Estado soy yo”.

Avancemos hacia los órganos constitucionales autónomos, también factores del sistema de frenos y contrapesos. Las arremetidas en contra de los custodios del proceso electoral y de la transparencia son cotidianas y virulentas. En vísperas de un proceso electoral de gran impacto, se procura desacreditar al supervisor de la contienda. El ambiente se puebla de sombras. Iremos a elecciones atrapados por la sospecha y el encono. Porque “El Estado soy yo”.

Vayamos al propio proceso electoral. El Ejecutivo, que debe abstenerse de asumir partido, lo ha tomado —con tambores de guerra— en favor de una corriente política y en contra de otras, a las que combate frontalmente. Y ha defendido con obstinación la candidatura de algún allegado, que no resiste el menor análisis. Porque “El Estado soy yo”.

Sigamos hacia los profesionales de la información y de otras disciplinas. Quienes expresan discrepancias en los medios de comunicación, ejerciendo sus derechos, son adversarios que es preciso denunciar y combatir. Los abogados que representan derechos de particulares, en ejercicio de su profesión, merecen condena: son traidores a la Patria. Porque “El Estado soy yo”.

¿Qué escapa a esta relación de agraviados para demostrar que contamos con un ciudadano que encarna al Estado y está dispuesto a ejercer esa encarnación omnipotente?

Profesor emérito de la UNAM.

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