Comienzo por donde debo. Primero, declaro que no tengo a la mano “otros datos”, personales e irrefutables. Me valgo de fuentes atendibles. Segundo, pido por adelantado se me disculpe. Para ello tomo en cuenta la exhortación a que pidan disculpas quienes ejercen un derecho. Yo, modesto ciudadano, invoco mi derecho a la opinión. Cumplido este doble requisito de la ortodoxia republicana, paso al asunto. Doy las cartas para el juego que estamos jugando.

Hemos iniciado el tiempo de los inventarios, que durará varios años. Se está elaborando la relación de agravios. En la víspera de la Revolución Francesa, Luis XVI convocó a los Estados Generales —una consulta a los sectores más representativos de aquella hora— para que autorizaran impuestos y expusieran cuitas. No se acostumbraba la mano alzada, aunque luego se elevaría hasta una altura insospechada. Los convocados presentaron sus cahiers de doléances (pliegos de agravios). Éstos nutrieron la agenda de la Asamblea Nacional y alimentaron el futuro. Los resultados son conocidos.

Ahora elaboramos nuestros propios pliegos de agravios. Mencionaré sólo dos, para no multiplicar las citas. Léase el artículo “¿La hora de los brujos?”, de José Woldenberg, en EL UNIVERSAL del 19 de mayo de 2020. Difícilmente se podría calificar a Woldenberg como conservador o neoliberal. Y el 20 del mismo mayo apareció aquí el artículo “Breve compendio del AMLO inexplicable”, de Carlos Loret de Mola. Más que enojarse por lo que dice el columnista, quien lo impugne deberá refutar sus afirmaciones con datos precisos y persuasivos: cargo por cargo.

Según la información disponible, estamos en medio de una vorágine que amenaza el presente y el futuro de México. El peligro —y los daños que ya hemos sufrido— llegan desde tres frentes, por lo menos, que coinciden en una sola arremetida. Uno es la salud; otro, la economía; el tercero, algunas normas jurídicas sobre salud y economía.

En materia de salud, seguimos cruzando los dedos y agitando estampitas, como se nos ha enseñado, para que pase el mal que nos diezma. Mientras tanto, una legión de mexicanos —médicos, enfermeras, auxiliares— sigue librando la batalla con entereza y gallardía. Ahora bien, la voz más sonora de la República dice que se ha “domado” la pandemia. Enhorabuena por la alentadora referencia a la “doma”. En estas horas de lectura obligada nos recuerda a Shakespeare, con su Fierecilla Domada, o a Mariano Azuela, con La mujer domada (sugerencias para los lectores que quieran cotejar las domas sanitarias con las domas literarias). Pero los datos duros indican otra cosa: la curva viaja como recta ascendente, impulsada por contagios y fallecimientos. Ojalá que esté bien calculado —lo deseo fervientemente— el retorno a la “normalidad”.

La economía es el segundo punto de mis reflexiones. Hay quienes agitan banderas de advertencia y formulan sugerencias, siempre rechazadas. La economía cae en picada, los desempleos se multiplican, muchas empresas han sucumbido, los “encontronazos” entre el gobierno y el sector privado desalientan la inversión, se desconocen los compromisos celebrados, prosigue el gasto monstruoso en proyectos faraónicos del nuevo gobierno —que debiera destinar esos recursos a enfrentar los factores y las consecuencias de la pandemia—, el producto interno declina y no existe un plan integral para sacarnos del atolladero, y si existe, ni se conoce ni se discute. Se cuenta con estudios sobre esta materia, producidos por el Grupo Nuevo Curso de Desarrollo de la UNAM, el Centro Tepoztlán Víctor Urquidi A.C., y el Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento. Si nada de esto es aprovechable, recurramos a los artículos de Carlos Urzúa, que algo debe saber del monstruo, porque ha vivido en sus entrañas, para recordar la expresión de José Martí.

Cierro con una referencia jurídica. Varios doctorandos universitarios han examinado la retahíla de acuerdos de la actual administración (no del Congreso, ni del Consejo de Salubridad General) por la pandemia. Algunas disposiciones de este género parecen fundadas; otras, no; y no faltan las que se valen de la emergencia para alcanzar propósitos ajenos a ésta. No me referiré de nuevo al acuerdo del 11 de mayo, que militarizó la seguridad pública. Puedo aludir a otras disposiciones; así, la extinción sumaria de fideicomisos. El “mérito” de esta medida es que tiene alcance “indiscriminado”; por ello merecerá el aplauso de quienes se oponen a toda suerte de discriminaciones. Esta vez, la espada cayó sobre tirios y troyanos, sin miramiento. Quedaron pendientes —parece— otros proyectos: por ejemplo, la inspección de los hogares para acreditar las desigualdades abismales que Humboldt observó hace dos siglos —y cuyo remedio no reside en el allanamiento de las habitaciones—, y los donativos a cargo de miembros de la comunidad científica. El Ejecutivo salió al paso de estas propuestas, pero es de sabios cambiar de opinión. Hemos visto cambios aleccionadores.

Lo que más me preocupa —y ya pedí una disculpa— es que el alud de acuerdos emitidos “en el marco de la pandemia” parece servir de paso a otro marco: la concentración del poder. Mientras el Legislativo descansa y el Judicial trabaja a media vela, los acuerdos administrativos se multiplican. Por supuesto, no me refiero a los “acuerdos de talentos y voluntades” (que buena falta nos hacen, hasta llegar al gran “acuerdo nacional” que urge), sino a las decisiones que paulatinamente concentran el poder. Y sobre la marcha, también abren heridas, ordenan destinos y satisfacen rencillas. Por todo ello —que no es todo— vale la pregunta con que inicio este artículo: ¿qué juego estamos jugando? Y no menos: ¿en qué manos se hallan todas las fichas?

Profesor emérito de la UNAM

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