En mi caminata mañanera (no tan temprano, Presidente, como la hora en que usted arremete contra muchos mexicanos) y mientras pienso en las urnas electorales, me surgen preguntas para las que no tengo respuesta. Sólo usted podría responderlas. Pero no lo ha hecho ni lo hará. No está en sus “genes”. Caeríamos en una retórica rupestre para eludirlas. Sin embargo, insisto en preguntar, como ya lo hice en estas páginas (8 de agosto de 2020). No son “mis” preguntas. Las formulan millones. Yo las transcribo.

Me percato de que esas preguntas son inútiles si se piensa en la persona a la que se dirigen, pero útil si animan la reflexión de un creciente número de ciudadanos. Vale la pena formularlas en la víspera de unas elecciones de resultado incierto, que pudiera devenir cierto si la razón opera —¡por fin!— en los votantes que hasta ahora han buscado y recibido las mismas respuestas que yo: ninguna.

¿Por qué insiste, Presidente, en dividir a su pueblo entre “partidarios y adversarios”, amigos y enemigos? Se remonta al siglo XIX y distribuye a los mexicanos en “liberales” (¡como si usted lo fuera!) y “conservadores” (¡como si no lo fuera!). Luego arremete: jamás con argumentos; sólo con ofensas que los destinatarios no pueden contrarrestar por la desproporción que existe entre el poder de quien las profiere y el de quienes las reciben.

¿Por qué opone rencores al progreso de México, país atrapado por obstáculos que usted siembra en su camino? ¿Por qué dilapidó (mientras la pandemia nos devora) los “ahorritos” que tenía la nación para enfrentar el infortunio? ¿Por qué mantiene su encono hacia las mujeres, los empresarios, los científicos, los periodistas? ¿Por qué fomenta la aversión contra los organismos electorales, los jueces, los órganos autónomos, contrapesos del poder que usted concentra? ¿Por qué combate a quienes difieren de sus opiniones? ¿Por qué ha permitido que el crimen impere, cobrando millares de víctimas, a pesar de su ofrecimiento de frenar la violencia?

No tengo espacio para más preguntas (que serían muchas; las dejo de tarea para lectores y electores), pero hay una que marcará su pase a la historia, presidente: ¿por qué mandó al carajo a quienes perdieron la vida en la tragedia del Metro? ¿No debió llorar con ellos el dolor que padecieron? ¿Hubiera sido hipocresía propia de un pasado neoliberal que no acaba de bajar a la tumba?

Por supuesto, estas preguntas tienen también otra audiencia, que escucha y aguarda: mujeres que esperaban su simpatía y recibieron su menosprecio, padres de niños con cáncer que imploraron por medicamentos, trabajadores que perdieron sus empleos, empresarios que pidieron sin éxito un apoyo urgente para salvar fuentes de trabajo, ciudadanos que han padecido el golpe de la delincuencia, periodistas difamados, funcionarios judiciales denostados y amenazados, grupos de la sociedad civil vituperados, en fin, millones de mexicanos que sólo han podido conservar, a duras penas, el derecho al sufragio. ¡Vaya cosecha de victimados en tan poco tiempo!

Ojalá que quienes hoy meditan sobre su voto analicen a fondo la realidad que prevalece, desechando los “otros datos” que usted invoca y nunca justifica. Y ojalá que reflexionen quienes se formarán en largas filas para depositar su esperanza en las urnas. Si lo hacen en esta “hora decisiva” reconocerán que no han recibido respuestas y soluciones de quien tiene el deber de aportarlas. Y resolverán en consecuencia. Ojalá lo hagan, para bien de todos. Hay una recompensa: México.

Profesor emérito de la UNAM.