Dos precisiones sobre el alcance de mis comentarios. Primero: aludo al sistema penal, espacio para el encuentro entre el ciudadano y el Estado poderoso: escenario poblado de peligros para los derechos de los individuos (nosotros) y los valores y principios de la sociedad democrática (la sociedad que anhelamos). Segundo: entiendo la necesidad de que exista y opere la fuerza pública, indispensable para la protección de los derechos básicos de los ciudadanos. Así lo señaló la Declaración francesa de los derechos del hombre y el ciudadano en 1789. De ahí la importancia de las Fuerzas Armadas, por una parte, y de la policía, por la otra. Cumplen funciones necesarias y respetables en el ámbito de sus respectivas competencias: una, militar; otra, civil. Cada una debe operar conforme a su naturaleza y dentro de sus fronteras.

El sistema penal mexicano ha tenido varios y graves tropiezos. Entrañan riesgos para los derechos humanos y la democracia. Hace unos meses, el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM publicó la obra Errores y desvíos del sistema penal, de la que somos coautores el doctor Juan Silva Meza y yo. En mi contribución reiteré consideraciones que he formulado a lo largo de veinticinco años: nos hemos apartado del rumbo liberal del sistema penal. No desconozco los progresos, pero me preocupan los retrocesos y las desviaciones. Ahora me refiero a éstas.

En 1996 se emitió la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, que alteró la línea histórica del sistema penal mexicano. Lo dividió en dos subsistemas: uno, atento a la tradición democrática; otro, ominoso, que limita o desecha garantías. Llamé a esa ley “el bebé de Rosemary”, título de una película en la que se plantea un engendro diabólico para iniciar una nueva especie “in-humana” que dominaría al planeta. Aquella ley tuvo descendencia. No redujo la criminalidad. En cambio, generó graves tropiezos en el orden jurídico. Fue el precedente de disposiciones regresivas incorporadas en la Constitución en 2008. Cuando se presentó el proyecto de reforma constitucional en 2007, lo caractericé como “un vaso de agua fresca en el que se habían deslizado gotas de veneno”. Consta en mi libro La reforma penal constitucional ¿Democracia o autoritarismo?

En la misma línea llegaron las reformas constitucionales de 2019, que agravaron los errores de 2008 y aportaron sus propios desaciertos. En el acervo de aquéllas figuraron la creación de la Guardia Nacional, que acentúa la militarización de la seguridad pública; la prisión preventiva oficiosa, que altera la naturaleza de la prisión cautelar, y la privación de dominio, que atenta contra derechos fundamentales. Dí cuenta en otra obra: Seguridad pública y justicia penal. La militarización de la seguridad ganó terreno con el acuerdo presidencial de 11 de mayo de 2020. Se dijo que éste se ajustaba a la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. No es así: la quebranta. Ahora la militarización avanza (por la vía de la Guardia Nacional) a través de la supervisión de los inculpados que se hallan en libertad mientras se tramita su proceso. Lo dispone otro oscuro acuerdo publicado en el Diario Oficial de la Federación el 23 de octubre pasado.

La Academia Mexicana de Ciencias Penales se ha pronunciado en contra de estos desaciertos. Es preciso que el sistema penal reasuma su orientación democrática, antes de que se consumen nuevas desviaciones. El acuerdo del 23 de octubre sólo es “otra raya al tigre”. Ha habido muchas. Podrían llegar más, con graves consecuencias.

Profesor emérito de la UNAM

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