Dijimos: “No se nos deshará la Patria entre las manos”. Y no se deshizo. Ni en el XIX, que culminó en dictadura, ni en el XX, colmado de avatares. Tampoco ahora, pese a la tendencia dominante: discordia, violencia y autoritarismo. Celebramos la Independencia sin bullicio. Honramos a quienes honor merecen. En el folklore político, los números sobresalientes fueron un sorteo, que apena, y la grotesca petición de consulta punitiva, que propone alterar el orden jurídico para servir al orden político. ¡Vaya con el Estado de Derecho!

Vuelvo a la suerte de la Patria. ¿Se nos deshará entre las manos? No, pese al empeño por devastar las instituciones, alimentar la discordia, dilapidar el patrimonio, ignorar las advertencias, cancelar la esperanza, empobrecer la existencia, acosar la discrepancia, ejercer la ira y la revancha. Pero hay México para mucho tiempo. Lo aseguran tirios y troyanos. Por supuesto, también lo gritan quienes oscurecen el destino, alegando que lo iluminan.

Llegamos a septiembre en plena pandemia. No se originó en las acciones del gobierno, pero encuentra en ellas caldo de cultivo. ¡72,000 muertos! Tal vez el triple, si nos atenemos a otras estimaciones fundadas. Es el escenario “catastrófico” que mencionó el oráculo. Ahí estamos. A despecho de propuestas sustentadas en la ciencia y la experiencia, que invitaron a la reflexión. Pero en la “cancha” del poder absoluto hubo desdén y silencio.

Arribamos al aniversario con la economía en picada, dolida por una enfermedad aguda. Tiene fuentes externas, pero también internas: carencia de un programa que concilie las fuerzas —en lugar de dispersarlas— en un inmenso esfuerzo concertado. No se trata de imponer verdades oficiales, sino de congregar a los mexicanos en una tarea de salvación nacional, que apremia. En la caída del empleo figuran los puestos de trabajo perdidos y de los que no creamos: millones.

Celebramos la Independencia a la sombra de medidas que ofenden a amplios sectores de la sociedad: las mujeres son un caso dramático. Se prende la mecha de lo que pudiera ser una sucesión de estallidos. La conmemoración se oscurece con el auge de la criminalidad, oculto con cifras de conveniencia que no ocultan el incumplimiento en el primer deber del Estado: seguridad para los ciudadanos. El Estado, en camino de ser fallido, se ha visto suplantado por instancias criminales que asumen funciones de gobierno.

En este paisaje la respuesta oficial es la misma de siempre: ninguna. O bien, palabras, palabras, como en el Hamlet de Shakespeare. Y algo más: imputación de culpas a todos, menos a quien tiene en sus manos el timón que conduce la nave. El conductor es inocente e impoluto. Puede adornar con una sonrisa el discurso que arremete contra los adversarios —audaces ciudadanos que quieren pensar por su cuenta—, culpables de los males que cunden y del fracaso de las medidas que debieran resolverlos.

En todos los tonos se ha propuesto la revisión del camino. Ninguna sugerencia mereció reflexión y respuesta. Prevalece un dogma: “No hay más ruta que la mía”. Me temo que no habrá alternativa, pese al optimismo que ciframos en la capacidad de rectificación de un gobierno que se presentó como liberal y democrático. Hay algo en sus genes que no cede: rencor social, resentimiento, ignorancia de la realidad, rechazo de la concordia.

Sin embargo —terca esperanza— no se deshará la Patria. ¡Verdad de Dios! ¡Viva septiembre!

Profesor emérito de la UNAM

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