Pasó la Navidad entre charlas y alarmas. La vivimos como pudimos, en diverso recogimiento. Y ahora se avecina la noche de San Silvestre: puente hacia el año nuevo, que acaso nos traerá algunas novedades. Que sean buenas, pedimos al gobierno y a quien haya que pedirlas. Esta Navidad no ha sido igual a las otras. Tuvo en su favor un mérito muy grande para quienes pudieron festejarla: el mérito de la supervivencia, y tuvo en su contra el dolor de quienes no llegaron al día 25. La pandemia hizo la diferencia; la pandemia y el fracaso en prevenirla y contenerla.

Quiero celebrar a quienes se “partieron el pecho” para asegurarnos esa supervivencia, poniendo en riesgo o perdiendo la suya. Pero ahora no hablaré de todos: sólo me referiré a las mujeres que nos abrigaron con su esfuerzo, sin reposo. En otro tiempo (y en éste), ellas prepararon la cena del 24, animaron la velada, pusieron la mesa del 25, prescindieron de su sueño para que nosotros disfrutáramos del nuestro. Magníficas mujeres: madres y abuelas, hermanas y compañeras. También hubo (y hay) varones ante el Portal y en el contorno, que merecen amplio reconocimiento. Pero ahora quiero hablar de las mujeres. Con amor y gratitud. Quiero darme —y dar— ese gusto.

Pienso en las mujeres que portan batas blancas y azules en los hospitales de México, donde reciben a enfermos y dolientes; en las que libran una ardua batalla en quirófanos, consultorios y galerías donde los enfermos se hallan a un punto de la vida y a un momento de la muerte; en las que asisten a los pacientes en larguísimas jornadas, con riesgo de su integridad y de su vida; en las que tienen el rostro cubierto, los ojos brillantes, la frente sudorosa, última imagen en la pupila de los moribundos; en las que renunciaron a la cercanía con sus familias y a su cena navideña para asistir a los derrotados por el infortunio. A ellas quiero referirme, no a la pandemia como drama universal que colma las noticias, abastece los discursos, puebla las estadísticas. A las mujeres: una a una, legión infinita, ejército que no reposa.

En ese contingente de mujeres generosas que ejercen su vocación, cumplen su profesión y se ganan la vida lidiando por otras vidas, hay enfermeras, médicas, laboratoristas, asistentes, afanadoras, estudiantes. Les hacemos homenaje en ceremonias heladas, a distancia, que se desarrollan frente a las cámaras y las tribunas, mientras ellas se esfuerzan en sus trincheras acosadas, con recursos menguados y jornadas abrumadoras. Oímos sus peticiones, y nos beneficiamos de su silencio y su constancia. No han desertado. Jamás abandonarán su puesto ni dejarán que los pacientes carezcan, por lo menos, de una mano amiga y de una mirada fraterna.

Otras mujeres aguardan a la puerta de esos centros de salud. También son madres, hermanas, hijas, compañeras. Velan orando y rogando. Llegaron hasta esa frontera llevando a sus padres, hijos, hermanos, compañeros. Ahí se despidieron; no pudieron seguirlos; no saben —pero sospechan— lo que ocurre más allá de la puerta. Insomnes, aguardan noticias No se retiran. Viven en esa estación la espera más larga de su vida. Insisto: también hay varones —millares— en esta encrucijada difícil, pero ahora he querido referirme sólo a las mujeres: a las que no disfrutaron la cena del 24, ni la comida del 25; a las que permanecieron, lucharon, enfermaron, murieron: ¡mujeres, mujeres! En buena medida, hemos dependido de ellas. Seguiremos dependiendo. Siempre.

Profesor emérito de la UNAM

Google News

TEMAS RELACIONADOS