Pongo de lado el trascendental asunto del avión presidencial para ocuparme de otros temas de la República. Uno, el movimiento feminista; otro, la “mano negra” sobre la Universidad. Acojo la denuncia formulada por el primer mandatario del país, que por un momento —sólo por uno— dejó de ocuparse del avión.

La reclamación de los derechos de las mujeres no ha ocurrido sólo en México. Se levantó en el mundo entero, y no cesa. Esta ola se asemeja a la turbulencia de 1968: exigencia justa y vehemente, que viene de milenios de opresión y viaja por encima de las fronteras. Una pujante reclamación cultural enfrenta a una antigua cultura que se resiste a ocupar su lugar en el arcón de la historia.

Cuando la muchedumbre se levantó en París, en 1789, un ministro de Luis XVI refirió al monarca lo que sucedía en la capital del reino. Luis preguntó: “¿Es un motín?” El ministro respondió: “No, señor, es una revolución”. No pasaría mucho tiempo para que rodara la cabeza del monarca, que debió encabezar la revolución, no ignorarla.

Reconozcamos la justicia que asiste a las mujeres —y a los millones de hombres que militamos con ellas— en su fogosa exigencia. El origen se halla en la cultura de la dominación que las ha sometido desde siempre. Contra aquélla se eleva la poderosa revolución. No es posible ignorarla, porque puede tomar las vidas de quienes debieran atenderla y no lo hagan con plenitud y oportunidad. Y de paso puede tomar otras vidas.

Esta última afirmación me lleva al segundo tema de este artículo. Una revolución tan vigorosa suele desbordar el cauce característico de otros movimientos. Desbordante, afecta bienes y derechos muy alejados de las causas y las culpas que generaron la revolución. Los combatientes no reconocen a sus verdugos y arremeten contra sus aliados actuales o potenciales. Quieren destruir el pasado y en realidad minan el futuro.

Los riesgos y males crecen cuando otros intereses —a los que acostumbramos llamar “oscuros” o externos”— asaltan a la revolución, la someten, arrebatan sus banderas y se lanzan a la depredación. Las causas plausibles devienen abominables. El relevo de la cultura opresiva se consuma a manos de fuerzas que arrasan los bastiones desde los que se podría emprender el histórico relevo de la opresión por la libertad.

Esas “fuerzas” son la “mano oscura” que perturba el progreso, impide la libertad, oscurece el porvenir. Por eso es necesario “lamparear” —como se ha dicho, con erudita expresión— la mano oscura. La lámpara para hacerlo y arrostrar sus consecuencias se halla en la mano —¿clara?— de quien denuncia la existencia de una mano oscura. ¿O no?

El peligro al que ahora me refiero se abate sobre la Universidad Nacional Autónoma de México, un bastión del pueblo. Contra ella se han intentado o consumado reiterados asaltos, que no amainan. Las autoridades universitarias han enfrentado el asedio con prudencia y entereza. Además, con la cara descubierta —a diferencia de sus embozados interlocutores— y con buenas razones, que no desmayan. Pero no logran persuadir —ni podrían— a los asaltantes.

Quienes agreden a la Universidad destruyen el patrimonio material y moral de la nación. Frustran las legítimas expectativas de millares de jóvenes cuyo futuro depende —íntegramente— de la generosa formación que provee nuestra Universidad. En realidad, la víctima de ese ataque no es apenas una respetable institución, sino la juventud a la que ésta sirve. Es la juventud quien sufre la clausura de sus aulas y, con ella, el despojo de su porvenir. No es así como puede avanzar la revolución por los derechos y las libertades de las mexicanas. También el futuro de muchas, nuestras amigas, compatriotas, compañeras, depende de la Universidad.

Los universitarios debemos elevar la voz en defensa de la Universidad, sometida a los golpes de la violencia. No es justo ni digno guardar silencio y dejar que otros —no nosotros— libren la batalla por la Universidad. Apenas ayer celebrábamos la autonomía de esa institución. Concluido el festejo, a la vuelta de la esquina, la autonomía vuelve a padecer. Es preciso elevar la voz, “lamparear” a los agresores —cada quien con la lámpara que le encomienda la ley— y oponer a la “mano negra” el derecho y la razón.

Profesor emérito de la UNAM

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