Los niños regresarán a clases, “llueva, truene o relampaguee”. Orden fulminante de un caudillo, como si enviara a sus huestes a un campo de batalla. Pero antes de callar y obedecer, veamos cómo están las huestes y el campo, y de qué batalla se trata.

Normalmente, el retorno a clases sería motivo de confianza y alegría. Los niños llevarían manzanas a sus maestros. Y éstos aguardarían la alegre irrupción de los escolares en el salón de clases. Pero no es así. Por eso debemos reflexionar sobre el úkase del caudillo. Y hacerlo al amparo de datos fidedignos que sustenten la orden imperiosa y resuelvan las preocupaciones de quienes enviarán a sus hijos a los recintos escolares.

Por supuesto, es necesario reanudar la vida que suspendimos hace tiempo. De esto no hay duda. Y en esa recuperación, la vuelta a clases ocupa un lugar eminente y apremiante. Lo subrayo. Los niños deben reiniciar el trato con sus compañeros y maestros y volver en buena forma al proceso educativo normalizado. ¡Por supuesto!

Pero el retorno a clases no debe ocurrir de cualquier manera, “llueva, truene o relampaguee”, según el úkase voluntarioso. Los datos oficiales informan sobre el incremento de los contagios y la marejada de una pandemia que no hemos contenido. Esas aguas comienzan a arrebatarnos a los niños y a los adolescentes.

Muchos compatriotas instan a ponderar la situación que prevalece y prever las consecuencias de un paso precipitado. Lo ha expuesto, por ejemplo, el colectivo “Unidos por la salud de todos los mexicanos”, que reúne la ciencia y la experiencia de un grupo de profesionales que militan en el sector salud y en otros campos. Se preguntan si existen las condiciones que permitan el retorno a clases como ordena el Ejecutivo, precisamente en este minuto, cuando México vive uno de los momentos de mayor contagio, como aseguran todos los indicadores, oficiales y extraoficiales.

Sabemos —así lo destaca ese colectivo— que las escuelas no disponen de los medios indispensables para acoger ahora mismo, razonablemente, a millones de niños y adolescentes. Numerosos planteles han sido vandalizados. En muchos se carece de agua potable, electricidad, apoyos sanitarios. Hay rezago en el proceso de vacunación, que ni siquiera ha iniciado para la población infantil. Falta mucho para alcanzar la buena coordinación de todos los agentes comprometidos en esta tarea.

Desde luego, advertimos la impertinencia de poner en manos de los padres de familia la responsabilidad de colocar a sus hijos en situación de alto riesgo. El Estado no puede transferir su propia responsabilidad a los padres. Mas bien es el gobierno quien debe dar una responsiva que acredite el cumplimiento de los deberes del Estado.

Es verdad que vivir entraña riesgos. Se afirmó en el Olimpo, con despliegue de sabiduría. Pero también es verdad que el Estado debe crear las condiciones que reduzcan esos riesgos y ofrecer a los niños medios que mitiguen el peligro. ¿Ha cumplido el Estado esta obligación ineludible? Las fuentes oficiales permiten saber que estamos lejos de haber creado condiciones adecuadas para el retorno masivo a clases y que tampoco hemos abierto diferentes opciones para escolares que se hallan en diversas circunstancias.

Cuidemos el paso al que nos apremia el discurso mañanero. No sea que deploremos las consecuencias de abrir las puertas de las escuelas sin preparación suficiente. ¿Qué encontrarán los niños que las traspongan? Conviene reflexionar y ponderar, preparar y proteger, aunque “llueva, truene o relampaguee”.

Profesor emérito de la UNAM.