Diestro en la siembra de vientos y la cosecha de tempestades, nuestro primer mandatario (es decir, el ciudadano a quien se ha confiado mantener a la nación unida, próspera y feliz) ha disparado nuevos relámpagos en días recientes. Dedicó una matinée, seguida por otras declaraciones tonantes, a informar sobre la contratación de médicos cubanos para suplir deficiencias de facultativos mexicanos que debieran enfrentar los problemas de la salud en lugares apartados de nuestra República atribulada. Luego aprovechó la matinée para arremeter contra uno de sus blancos favoritos: la Universidad Nacional Autónoma de México.

No incursionaré ahora en el tema de los médicos cubanos. Ya lo han hecho algunas organizaciones de médicos mexicanos. En todo caso, este asunto se resuelve desde una doble perspectiva, que nuestro mandatario debe manejar a la perfección, como corresponde al alto cargo que ostenta: el cuidado de la salud, que requiere recursos humanos, pero también medios de otro carácter (entre ellos financiamiento, equipamiento y seguridad, que no brillan por su presencia), y el cumplimiento de la ley, que establece las condiciones para el ejercicio de la medicina.

Pero sí me referiré a la andanada contra la UNAM, institución que nuestro mandatario conoce bien porque invirtió en ella muchos años antes de emerger con un título profesional expedido por la que el propio funcionario denomina —con respeto, dice— su “alma mater”. No es la primera ocasión en que el presidente de la República alude a esa “alma mater”. Lo ha hecho varias veces, cuestionando severamente lo que llama “derechización” de la máxima casa de estudios. Por supuesto, no han faltado voces —pero se necesitan muchas más, en tono muy alto— que refuten estas apreciaciones, que riñen con la verdad.

Sabemos bien que la pretensión de transformar a un país pasa necesariamente por la educación. De ahí que los gobiernos y sus dirigentes se afanen en dominar la educación y conducirla por donde dictan sus luces, en el caso de los estadistas demócratas, o sus sombras, en los otros casos. En México hemos resuelto dar a la educación un marco constitucional de corte liberal y democrático, que no pretenda someternos a un pensamiento único y oficial. Nos sabemos y queremos sociedad plural, y por ello prohijamos y sostenemos la libertad de pensamiento. Lo reconoce el artículo 3º constitucional, en la porción que se ha salvado del ímpetu autoritario.

Esa misma orientación liberal y democrática conduce la vida de las universidades públicas, entre las que destaca —por su historia, su magnitud y su papel en la vida del país— la Universidad Nacional Autónoma de México. Conscientes de esa dimensión histórica y moral de la UNAM —“alma mater” del primer mandatario no han faltado, no faltan y no faltarán intenciones golpistas que pretendan apoderarse de esa casa, hogar y fragua del pensamiento libre, y ponerla al servicio de ideas que desorienten su marcha y alteren su destino.

En otros términos, hay quienes miran a la Universidad Nacional como un codiciable botín que debe pasar a las arcas de una corriente que milita contra la libertad, la pluralidad y la democracia. Conviene que el país advierta los peligros que acechan a su gran institución universitaria. Uno de ellos sería la pérdida de su autonomía a manos del autoritarismo que vela sus armas. Conviene que lo vean los propios universitarios y eleven su voz en defensa de la Universidad de la Nación. Antes de que sea demasiado tarde.

Profesor emérito de la UNAM

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