Las distracciones que se prodigaron en estos días no resolvieron los males que nos aquejan. El “número” de Washington —una entrevista patética, cuyo examen quedará para la historia— sólo nos distrajo por unas horas de los rigores de la pandemia, la inseguridad y la economía. Aquel “número” comenzó en la víspera del encuentro, con la celebración del muro por el presidente de los Estados Unidos, y culminó un día más tarde con otro festejo del mismo tema. En éste supimos que el muro salva a nuestros vecinos del torrente de la pandemia. En fin de cuentas: el muro, con todos sus significados. Silenciarlo no significó abolirlo. Pero vamos a lo que nos preocupa en este momento.

Hemos padecido el inicio de lo que algunos llamaron, con ilusión, un “cambio de época”. Hubo siembra de esperanzas y promesa de milagros. Pero las cosas no ocurrieron como las soñamos. Por lo pronto, sucumbieron algunas instituciones y otras quedaron en estado “crítico”, arrastradas por el viento de las ocurrencias. Y avanzó la crisis, que no cesa. No mencionaré ahora los capítulos de esta crónica inagotable y agotadora. Sólo pondré el acento sobre uno que nos tiene en vigilia, colmados de interrogantes.

Me refiero a la salud pública, campo minado donde perdemos vidas, patrimonio y horizontes. A menudo, las pérdidas ocurren en las condiciones dramáticas que narró Arnoldo Kraus en su artículo “Morir en tiempos de pandemia” (EL UNIVERSAL, 12 de julio de 2020). En muchos casos las vidas se extinguen en la oscuridad, sin que sepamos quiénes fueron las víctimas ni cómo murieron. Por supuesto, en este panorama doloroso —tan heterogéneo— dejo a salvo el esfuerzo denodado de muchos compatriotas para proveernos atención, alivio y consuelo. Merecen gratitud y homenaje.

En la crónica negra hay un antecedente notorio. Cuando despuntaba el “cambio de época” removimos el seguro popular. Hubo cuestionamientos de expertos, antiguos secretarios de Salud. Hasta donde sabemos, las objeciones, sugerencias y reclamaciones cayeron en el vacío. Suele suceder cuando la autoridad omnímoda tiene “otros datos” y menosprecia a quienes no doblan la cerviz. El debate no arribó a conclusiones compartidas, pero alimentó la incertidumbre que es nuestra fiel compañera del camino y mermó los recursos destinados a la salud del pueblo, en aras de un ahorro que pasa por encima de todo y de todos. No soy experto en este tema ni me pronuncio sobre los méritos de la criatura administrativa que apareció en el follaje de la cuarta transformación. No puedo terciar en esta deliberación truncada, que murió en la cuna. Pero es evidente que fue el mascarón de proa en la gran discusión que seguiría sobre la salud pública, sus instrumentos y sus consecuencias.

Ahí estábamos cuando un extraño virus desembarcó en una provincia de China. El desembarco se convirtió en emergencia sanitaria regional, y a la postre universal. Entonces volvimos la mirada a las instancias del poder público que deben salir al paso de estos males. De ellas aguardamos informaciones y orientaciones. Mientras tanto, observamos el avance de la pandemia al otro lado del océano. Nos enteramos del aumento acelerado en los contagios y en las defunciones. Y nos preguntamos qué hacer si la amenaza llegara a nuestro territorio, cruzando los dedos para que la naturaleza fuera benévola con nosotros. Mantuvimos la mirada atenta a las instancias del poder público, como se debe en situaciones de emergencia.

En la fronda de nuestro aparato administrativo existe un órgano dotado de grandes potestades en materia de salud. Es el Consejo de Salubridad General. Depende directamente del presidente de la República y cuenta con atribuciones para adoptar medidas de observancia obligatoria en todo el país. Además, la Secretaría de Salud —dependencia del Ejecutivo Federal— tiene facultades constitucionales para dictar medidas preventivas en caso de epidemias de carácter grave. Este era nuestro caso.

Cuando el agua nos llegó al cuello, escuchamos con alarma —sin perder la confianza— las advertencias y los consejos de la autoridad sanitaria. Habló un subsecretario, con insólita frecuencia y gran flujo de explicaciones. El secretario del ramo se mantuvo en la sombra, silencioso y retraído. Los consejos de aquél fueron recibidos y atendidos por un gran número de mexicanos, aunque no por todos. Entre los remisos figuró el propio presidente de la República. No cesaron sus giras proselitistas y sólo utilizó cubrebocas y acudió a exámenes de laboratorio cuando fue necesario para satisfacer exigencias externas. Dijo que se atendría a la ciencia, no a la política. Supongo que se aplicó el cubrebocas al amparo de la ciencia.

La pandemia avanzó, segando vidas. Sigue caminando. Ha quebrantado a millares de familias y erosionado la economía individual y colectiva. La hemos enfrentado con un torrente de acuerdos, recomendaciones y disposiciones de diversas fuentes. Pero ninguna medida ha logrado contenerla, aunque muchos compatriotas se han salvado merced al denuedo de médicos y auxiliares. Al mal de la naturaleza se sumaron los males de nuestra cosecha: en vez de actuar en un solo frente, nos dividimos y las medidas se dispersaron. La política derrotó a la ciencia, por lo menos en los primeros combates. Resta la gran batalla decisiva.

La información sobre lo que ocurre es cada vez menos clara y convincente. Chocan las opiniones. En el mare magnum en que nuestra navegación avanza —¿avanza?— recurrimos a toda suerte de pareceres y nos preguntamos qué es lo que pasa, qué debemos hacer y qué destino nos aguarda. Se dijo que en mayo, junio o julio llegaríamos a la cresta de la pandemia. No fue así. También se dijo que habíamos domado la pandemia, aplanado la curva de los contagios, alcanzado una meseta desde la que descendería la incidencia de la enfermedad. No ha sido así. Y para colmo, las urgencias de la economía —la de millones de mexicanos que viven al día y la de millares de empresas— nos han llevado a reabrir espacios públicos y encomendar nuestro destino a cuidados de eficacia relativa y, sobre todo, a la buena suerte.

No he dicho que el poder público esté mintiendo, en el sentido exacto de esta palabra. No tengo elementos para asegurar que dice algo distinto de lo que sabe —que sería mentir—, aunque va en aumento el número de quienes consideran que no sabe lo que dice. En todo caso, debemos conocer la verdad sobre lo que está ocurriendo, acerca de las medidas que debemos adoptar —individual y colectivamente— y en torno al futuro que nos aguarda. Tenemos derecho a conocer la verdad y las autoridades tienen el deber de brindarla. Por encima de las mañaneras, cada vez más desvaídas, y de la sistemática información que ofrecen algunos funcionarios, cada vez menos persuasiva.

Voy al grano: en los últimos meses cuatro exsecretarios de salud, respetables e informados, elevaron voces de alarma acerca de lo que estamos haciendo y lo que estamos omitiendo. Y la propia Organización Mundial de la Salud considera que emprendimos con precipitación la apertura económica. No podemos ignorar estas voces. No tenemos “otros datos” fidedignos para desecharlas. No es razonable, ni honesto, ni constructivo que el presidente de la República convierta la polémica en un asunto de “política” (otra vez los conservadores y los neoliberales, mientras se multiplican los contagios y las defunciones de quienes no son ni partidarios ni adversarios). No lo es que se concentre en la defensa de un funcionario. No lo es que se eluda la deliberación sobre este asunto vital para México.

Las instancias a cargo de la salud deben revisar públicamente sus cifras y argumentos, reconocer la existencia de las opiniones críticas —a despecho de consideraciones personales o políticas—, explicar a la nación lo que está sucediendo, justificar medidas y recomendaciones, abstenerse de arrojar culpas sobre otros hombros y lograr que las iniciativas contrapuestas se congreguen en un solo frente, racional y nacional. No es fácil, pero no es imposible. Y en todo caso, es necesario.

Hay una condición para que esto ocurra: compromiso con la verdad; reconocimiento del derecho de la sociedad a conocer la verdad y cumplimiento del deber de responder, debatir y orientar, que incumbe al poder público. ¿Podremos conocer la verdad, con fundamento científico y análisis crítico, sin sesgo ni compromiso político? ¿Podremos realizar una deliberación rigurosa y pública en la que se analicen todas las opiniones y se llegue a conclusiones suficientes y creíbles? ¿Podremos sustituir la dispersión por el consenso en un asunto que afecta la vida de los mexicanos, no apenas las preferencias —o las veleidades— de una administración? Quizás. En todo caso, debemos exigirlo.

Profesor emérito de la UNAM

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