Reformamos con frenesí las leyes penales, pero no dotamos a la sociedad de paz y seguridad. En cambio, multiplicamos amenazas cada vez más inquietantes. No para los delincuentes, que navegan en la impunidad, sino para los ciudadanos.

En 1996 (año de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada) iniciamos un camino plagado de errores. También hubo progresos notables. Pero a la sombra de éstos dimos pasos hacia atrás. Las reformas penales publicadas en el Diario Oficial el 19 de febrero de 2021, casi inadvertidas, trajeron más retrocesos. De ellos se puede valer el autoritarismo para obstruir el camino de la democracia.

Reformamos nueve leyes federales que prevén tipos penales y agravan medidas y sanciones. Estuvieron en el horno —y lo supimos— antes de encaramarse al Diario Oficial. Se asocian en buena medida (pero no solamente) con uno de los atropellos más graves de los últimos tiempos, extremado en 2019: la prisión preventiva oficiosa, “justificada” por la ineficiencia del Estado para brindar seguridad a la sociedad.

No pretendo cuestionar aquí (una vez más) la preventiva oficiosa. Ahora quiero destacar que en aquellas reformas del 19 de febrero se “coló” —aunque ya anunciada y denunciada— una disposición peligrosa y cuestionable, que mete la “cola del diablo” en el proceso electoral. Me refiero a la tipificación penal de lo que la Constitución denomina genéricamente —sin describirlo— “uso de programas sociales con fines electorales”, cuya imputación acarrea preventiva oficiosa.

La descripción de estos delitos figura en los nuevos artículos 7 bis y 11 bis de la Ley General en Materia de Delitos Electorales. Por supuesto, es preciso combatir las conductas indebidas que vician una elección y lesionan el sistema democrático. Y para ello es preciso emplear con ponderación y legitimidad la herramienta penal, sin inhibir el ejercicio legítimo de los derechos de los ciudadanos.

Las descripciones de hechos punibles que aparecen en esas reformas son vagas, resbaladizas, desacertadas, y por ello sumamente peligrosas. Abren la puerta al arbitrio, fuente de abusos. Generan dudas y pueden culminar en represiones absolutamente injustificables. Se refieren a “cualquier tipo (sic) de presión sobre el electorado (sic)” para votar o abstenerse de votar en cierto sentido (¿cómo la presión flagrante y cotidiana que se ejerce desde el púlpito mañanero?). Aluden al uso de recursos públicos para “incidir (sic) en el electorado (sic) para posicionarse o posicionar” a determinadas personas.

Por supuesto, los redactores de esa reforma no han pensado que la más enérgica presión sobre los ciudadanos es la que se ejerce cada mañana desde el púlpito mañanero, favoreciendo a un movimiento político y denostando a otros.

En principio, las reformas pretenden recoger una convicción social. Sin embargo, una lectura cuidadosa permite advertir que la “cola del diablo” se enroscó en esas fórmulas legales, perturbadoras e intimidantes. Pueden ser gravísimas las consecuencias de conceptos tan imprecisos y genéricos, que inhiben el ejercicio de derechos y libertades.

Conviene que los juristas, los partidos políticos, los candidatos y los ciudadanos mediten sobre los extravíos que puede acarrear esta oscura normativa penal. Por eso digo que la “cola del diablo” se enroscó en las reformas, que han entrado en vigor. Interpretadas con la malicia propia de nuestra circunstancia, perturban la buena marcha del proceso electoral y el ejercicio de libertades políticas. Por lo tanto, ¡mucho cuidado, ciudadanos! En contraste, viaja con descuido, impunemente, la presión manifiesta que se ejerce en la tribuna mañanera.

Profesor emérito de la UNAM.