Siempre hubo versiones opuestas entre los organizadores de las manifestaciones que llegaban al Zócalo y los gobiernos que recibían la andanada. Cada uno hacía cuentas y sacaba conclusiones. Éstas derivaban del número de ocupantes de la plaza. De él dependían tanto la importancia de la manifestación como la calidad de su origen y de sus expresiones. Sobre esta base se ha establecido una calificación aritmética, que no necesariamente refleja la calificación social y política que puede corresponder a los movimientos sociales, si los ponderamos con profundidad.

¿Cuántos ciudadanos —porque supongo que fueron mexicanos en ejercicio de sus derechos políticos— acudieron al Zócalo el 3 de octubre de 2020? ¿Cien, mil, diez mil, cien mil? No tengo cifras propias ni puedo adoptar los cómputos en conflicto. Éstos son inconciliables, pero las fotografías y filmaciones son elocuentes. En todo caso, el número de manifestantes probablemente superó las expectativas de los “adversarios” del destinatario de la visita y también excedió el que supusieron los gobernantes receptores del clamor de la muchedumbre (o bien, dicen ellos, del “reducido grupo opositor”).

Hubo un motivo formal de esa manifestación. También hubo motivos sustanciales. Conviene analizar ambos. Vamos al primero. El presidente de la República dijo, con reflexión o sin ella, que si cien mil ciudadanos le pedían que renunciara a su mandato lo haría inmediatamente. Acto seguido, se iría a Palenque. Agregó —en una somera exposición de motivos— que lo haría porque es hombre de principios y de palabra. Tuerto o derecho, eso dijo. Y sonrió. Los diligentes organizadores de la marcha escucharon el mensaje presidencial y atrajeron al Zócalo un contingente que ellos mismos cuantifican en mucho más de cien mil ciudadanos. En suma, tomaron la palabra al mandatario y aguardaron cumplimiento.

Vistas las cosas con objetividad constitucional —porque tenemos Constitución, aunque averiada— una promesa presidencial de ese carácter y una manifestación de esa magnitud no podrían ser los fundamentos para la declinación del Poder Ejecutivo. Tampoco es pertinente —a mi modo de ver, aunque haya quienes piensen otra cosa— que el Presidente cese en su cargo. Sería indeseable y perturbador. Generaría un caos superior al desorden que ya padecemos. Más que cesar en el cargo, lo que esperan muchos ciudadanos exasperados es que su titular lo ejerza con pulcritud, serenidad y ecuanimidad para bien de todos los mexicanos. Todos quiere decir todos, no una fracción o una facción.

Y visto el asunto desde una perspectiva material, no se puede ignorar que la manifestación —de cien, mil, diez mil o cien mil— refleja el malestar de un creciente número de ciudadanos (conservadores o no) que se consideran injustamente tratados y se dicen atacados por el discurso y el desempeño del Presidente. Reciben la sonrisa desdeñosa del Ejecutivo, pero no corresponden con la suya. Si fueran “buenos cristianos”, quizás pondrían la otra mejilla, pero no quieren hacerlo. ¿Qué lección recibimos?

Hace tiempo escuché una anécdota atribuida a Carlos Madrazo, político tabasqueño de buena cepa. Señalaba que si el pueblo dice que es de noche, hay que encender los faroles, aunque sea mediodía y el sol resplandezca. Me temo que un sector del pueblo —un sector que sí existe, aunque el Presidente lo aborrezca y lo repudie— está diciendo que la noche ha llegado. Ojalá que el “sereno de la esquina” comience a encender los faroles. La prudencia lo recomienda (además de la convicción democrática y el espíritu republicano).

Profesor emérito de la UNAM

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