En el siglo XIX una frase alentó a la nación emergente: la felicidad del pueblo es la finalidad del buen gobierno. Se asociaron dos extremos: buen gobierno y felicidad del pueblo. Así lo entendió el artículo 24 del Decreto Constitucional de Apatzingán (1814), primera Constitución mexicana. Hoy día, la Constitución de Bután reconoce el derecho humano a la felicidad.

El titular del Ejecutivo, lector de la historia, suele proclamar la felicidad que le depara el ejercicio de su gobierno. Al cabo de la reciente jornada electoral, el gobernante respondió muy orondo a una pregunta sobre su estado de ánimo: estoy feliz, feliz, feliz. Tres veces lanzó la palabra, como quien echa las campanas a vuelo.

Bien que esté feliz el gobernante. Pero quien tiene motivos para estar feliz es el pueblo, autor de las elecciones. En la jornada del 6 de junio tuvo un respiro que le permitió mostrar su fuerza. Abrió un paréntesis de señorío en la circunstancia opresiva que padecemos: salud y educación en crisis, criminalidad en auge, economía en picada, desempleo masivo, demagogia exuberante. En medio de todo —que no ha cesado—, el pueblo mexicano pudo estar, por unas horas, feliz, feliz, feliz. Lo ganó a pulso, a despecho de quienes procuraron evitarlo.

El 6 de junio se abrió un paréntesis luminoso en nuestra realidad sombría. Por un momento nos dio satisfacción y esperanza. No se entretuvo en el pasado. Miró hacia adelante, voluntarioso. Tuvimos una estupenda jornada, que no mellaron algunos tropiezos aislados. Los pesimistas pueden reconocer que en estas elecciones hubo triunfos notorios, que nos tienen felices, felices, felices.

Al hablar de triunfos no aludo solamente a la caída de los sufragios en favor del partido gobernante (53% en 2018; 34 por ciento en 2021), ni a su debacle en la Ciudad de México, ni al “muro” establecido en la Cámara de Diputados para resistir el flujo de las ocurrencias. Me refiero a la presencia de millares de ciudadanos en la realización de la jornada electoral, y a la concurrencia de millones de votantes que depositaron en las urnas su esperanza. Éstos tienen —ellos sí— motivos para estar felices, felices, felices.

También me refiero al Instituto Nacional Electoral. Sorteó las adversidades que puso en su camino quien debió acompañarlo y respetarlo. No olvidemos las invectivas que enfrentó, los proyectiles que recibió y los augurios que anunciaron, con la sonrisa consabida, el naufragio que lo convertiría en pequeña oficina al servicio del Ejecutivo. Pareció que la derrota del INE —que hubiera sido de la democracia— figuraba en un programa de gobierno. Pero “los muertos que vos matáis gozan de cabal salud”, como dijo un clásico.

Desde una elevada tribuna, con infinitas resonancias, se propalaron los infundios. Se cuestionó la independencia del Instituto. Se aseguró que militaba en contra de la democracia, azuzado por los reaccionarios. Se olvidó el esfuerzo de generaciones para construir el sistema electoral que tenemos y que funcionó de nuevo el 6 de junio, ahora como antes.

En suma, hay quienes pueden sentirse felices, felices, felices, legítimamente, por la jornada electoral de ese domingo de junio. Ante todo, el pueblo, tan exaltado, plural y heterogéneo, gran actor de esta obra. Y con él, acompañándole y sirviéndole, la institución forjada para garantizar la pureza de las elecciones. Por supuesto, también el oráculo que anunció el fracaso del INE puede participar en la fiesta cívica y decir, ufanamente, que está feliz, feliz, feliz.

Profesor emérito de la UNAM.

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