Dejemos por un momento la atroz gestión de gobierno que nos tiene a la deriva, agraviados y abatidos por el temor y la incertidumbre . Vayamos a otros temas que agitan la conciencia y reclaman atención. Recientemente volvieron al escenario dos asuntos de enorme alcance. Aparecieron en el debate legislativo de España, sobre suicidio asistido , y Argentina, acerca de interrupción del embarazo. Estas cuestiones figuran en la agenda pública, pero también en la personal de quien debe tomar decisiones que afectan su vida.

Aquí surgen dilemas que atañen a la vida y a la muerte . Fueron tabú, pero hoy se analizan a la luz del día. Chocan los partidarios y los adversarios de soluciones que antes parecieron inabordables y ahora avanzan trabajosamente —pero seguramente— hacia la liberación . Libertad cuestionada, pero libertad al fin, que gana territorios. En México las opiniones se han dividido. Un proyecto de Código Penal Nacional, que circula con sigilo, no regula la interrupción del embarazo. En cuanto al auxilio para el suicidio, sólo copia al Código Penal Federal, de antigua factura.

Se preguntó al Presidente de la República sobre la libertad de la mujer para decidir sobre su cuerpo, tema crucial para la interrupción del embarazo. Carente de opinión propia o temeroso de expresarla, respondió: abramos una consulta (¿como la desastrosa consulta sobre la aplicación de la ley para indagar ilícitos de gobernantes del pasado?). Salida cautelosa, propia de quien se dice liberal y es profundamente conservador.

Vayamos al otro asunto: muerte piadosa , suicidio asistido. En suma: facilitar la conclusión de la vida cuando ésta se ha vuelto insoportable. Hay ejemplos que aleccionan hacia soluciones humanas, no sólo dogmáticas. España tuvo a la vista la tragedia de Ramón Sampedro —narrada en el filme Mar adentro—, que sobrellevó su paraplejia durante treinta años. Sampedro invocó ante los tribunales españoles y la Corte Europea de Derechos Humanos su derecho a morir. No tuvo éxito. Hay innumerables casos de esta naturaleza en el mundo entero.

En México se analiza la muerte digna como punto final de la que debiera ser una vida digna, pero ha dejado de serlo. Hay opiniones aleccionadoras: de Ruy Pérez Tamayo, Arnoldo Cohen, Diego Valadés, Asunción Álvarez del Río y Enrique Díaz Aranda. Últimamente, Raúl Contreras Bustamante (Excélsior, 26-XII, 2020), y Edgar Elías Azar (EL UNIVERSAL, 31-XII), además de un valioso reportaje de Juan Arvizu (EL UNIVERSAL, 27-I-2021). No proponen matar, sino preservar la dignidad en la vida y en la muerte. En 2008 dimos algunos pasos con la Ley de Voluntad Anticipada del D.F. Bien, pero insuficiente. El tema reapareció en la Constitución de la Ciudad de México, a propósito de la vida digna.

El punto central radica en la respuesta a una pregunta ineludible: ¿vivir es un deber o un derecho? Si las condiciones de vida llegan a ser insoportables, ¿quién puede resolver sobre el término de aquélla? ¿Qué hacer cuando el titular de ese derecho no puede ejercerlo por sí mismo? ¿El Estado puede imponer la vida a quien la padece en medio de infinitos sufrimientos? Al examinar este tema recuerdo las expresiones sobrecogedoras de Simone de Beauvoir en su relato Una muerte muy dulce. Un hombre implora la muerte para liberarse del dolor intolerable. Beauvoir se pregunta “cómo se las arregla uno para vivir cuando un ser querido ha gritado en vano: ¡Piedad!”

Las interrogantes siguen en el aire. Es preciso responder cada día. Por piedad, sí, ¿y también por derecho?

Profesor emérito de la UNAM

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