En mi artículo anterior aludí a ciertos aspectos generales del tema abordado en el Seminario “El Estado de Derecho bajo asedio, una mirada de México y la región”, reunido con la hospitalidad del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Se analizó la situación de los Poderes Ejecutivos —léase, para estos fines, los presidentes de las Repúblicas americanas— en esta etapa del desarrollo democrático (que pudiera ser subdesarrollo) de lo que llamamos nuestra “región”: América Latina, cruzada por vientos de signos diversos, que en ocasiones son adversos para sus pueblos.

Señalé que me ocuparía de lo que llamamos, siguiendo una doctrina clásica, los “frenos y contrapesos” del Poder presidencial (o de los otros poderes del Estado), al que suele llegar la tentación de extremar el ejercicio de sus facultades, avasallar instituciones, desplegar un populismo que conduce a la dictadura y arrollar derechos y libertades de los ciudadanos. Nada menos. ¿Podemos mirarnos en ese espejo? De ahí la necesidad de contar con los contrapesos característicos de una madura democracia y permitir que “el poder detenga al poder”. Por supuesto, no basta con que haya leyes que prevengan, con ilusión republicana, un régimen de controles. Lo que importa es que éstos garanticen de veras el equilibrio entre los poderes formales (y otros) del Estado.

La revisión emprendida por el Seminario consideró la situación del Estado de Derecho en América, inclusive México. Éste, como otros Estados, ofrece un buen ejemplo del “asedio” que cunde, de sus riesgos y daños y de sus implicaciones actuales y futuras, que sabemos y tememos.

Hay una serie “imponente” de frenos que pretenden contener el imperio del Ejecutivo. Se localizan en la legislación y en el discurso, aunque no siempre operen con eficacia. Uno de aquéllos, de estricta raíz política, es la representación popular que radica en el Congreso. En éste debieran localizarse las diversas corrientes políticas de la nación plural en la que figuran mayorías y minorías con derechos a salvo, en constante movimiento. La integración del Parlamente debe reflejar la pluralidad del pueblo, con la suma de sus legítimos intereses. No se trata de consagrar la opresión de la mayoría (que ayer fue minoría, o lo será mañana), sino de poner a salvo los derechos de todos (entre ellos las minorías, que pudieran convertirse en mayoría). La arrolladora “tiranía de la mayoría” se halla muy lejos de este ideal republicano, cuando la aritmética sustituye a la razón y se amenaza con represiones políticas e incluso penales a los diferentes y a los disidentes. ¿Ocurre esto en nuestro medio?

Otro freno trascendental —que debiera ser de enorme fuerza e independencia— es la “muralla judicial”. Detiene la arrogancia del poderoso y asegura la prevalencia de la ley —sobre todo frente a quienes aborrecen la legalidad y ejercen una discrecionalidad sin límites—. El Poder Judicial es baluarte de la legalidad, custodio de derechos y libertades. Esta es su misión central, opuesta a cualquier intento de dominación. El panorama del Estado de Derecho, su (verdadera) situación actual y su vigencia futura dependen, en buena medida, de la integración y operación del Poder Judicial. ¿Qué podemos decir de esto? ¿Cuál es nuestra experiencia sobre la potestad del Judicial y el acatamiento del Ejecutivo? Hay ejemplos notables de entereza y dignidad por parte de muchos juzgadores. Pero no ha ocurrido siempre, ni ha sido fácil.

Con la venia de mis generosos editores y pacientes lectores, seguiré estas reflexiones en la siguiente entrega.

Profesor emérito de la UNAM