El incendio comienza con llamas ligeras. Crecen cuando el pirómano alimenta el fuego. Si no lo sofocamos, consumirá la morada. Ahora se trata del fuego que destruye nuestra casa, nada menos. Elevamos clamores, pero no atraemos las nubes que apagarían el incendio. No se oye la voz potente de los juristas, tan alta como debiera. Ni se observa la alarma del pueblo, cuyo porvenir está en riesgo. Mientras tanto ¡arde la casa!.

Las llamas amenazan al Estado de Derecho y a los ciudadanos, cuyos derechos menguan. El fuego lleva adelante una destrucción que parece deliberada, y acaso lo sea. No podemos verla con indiferencia. Nos va la vida. Hay daño en el presente y grave peligro para el futuro, que podría ser un porvenir de cenizas.

El autoritarismo y la ambición de poder iniciaron el fuego. Las primeras llamas alcanzaron espacios que cedieron paulatinamente. Las fuimos olvidando. Hoy asedian zonas vitales. Éstas aún resisten, merced a la fortaleza que recibieron de sucesivas generaciones de constructores. ¿Cuánto más podrán soportar la presión abrasadora del incendio? En estos días el fuego ha tocado un ámbito sensible, del que depende el conjunto: la justicia. Si las llamas dominan ese reducto, venciendo a sus custodios, quedarán selladas la suerte del edificio claudicante y la vida y las esperanzas de los ciudadanos.

Ciertamente, el pasado se colmó con desmanes que ofendieron a la nación. Los corsarios, navegando tierra adentro, cometieron infinitas depredaciones. Es necesario someterlos a juicio legal —quienes sean— y hacerles pagar sus fechorías. Pero también es verdad que para rescatar la ley y la decencia se debe actuar bajo el imperio del Estado de Derecho, sin convertir la justicia en un circo ni a sus practicantes en actores de una farsa. El palacio de la justicia no debe ser una carpa montada para el solaz de la política.

Las representaciones clásicas de la justicia la muestran como una figura serena y poderosa, alejada del odio y el capricho, sus adversarios naturales. Pero también existen otras representaciones: Orozco las dejó en los muros de la Suprema Corte. Elijamos entre ambas para saber qué justicia pretende la mano poderosa que mueve la ira y los reclamos. Hubo alocados reivindicadores que primero incendiaron la pradera y luego perecieron entre las llamas: recordemos a Savonarola, en la hoguera de Florencia.

Hace veinticinco años denuncié la errónea reorientación de la justicia penal. No he cesado de impugnarla, en múltiples foros y publicaciones. Trajimos “instituciones” peligrosas que podían infectar la justicia y conducirla al despeñadero de los arreglos y las vindictas. Abrimos la puerta a negociaciones que la ponen a merced del mercado, sometida a convenios y caprichos, engañando a la sociedad con supuestas ventajas prácticas. Entre esos fraudes figura un extremoso principio de oportunidad que suplanta la justicia con oscuros arreglos en los que domina la fuerza del poderoso. Los arreglos se lubrican con la deserción de antiguos criminales convertidos en socios de la justicia. Son payasos de circo que suplantan con cinismo la majestad de la justicia.

Al final del siglo XVIII, el insigne reformador César Beccaria arremetió contra el sistema penal que incurre en crímenes para perseguir a criminales. Ofrecer impunidad al delincuente que descubra a sus compañeros significa “que la nación autoriza la traición, detestable aun entre los malvados”, y el poder público que la alienta “hace ver la flaqueza de la ley, que implora el socorro de quien la ofende”. Beccaria pudo recordar el destino natural de los traidores, anunciado por el Dante: el más profundo círculo del infierno. ¿Acaso el Estado no tiene la fuerza moral y jurídica y los recursos humanos y técnicos para hacer justicia sin claudicaciones?

Vuelvo a las llamas. Duele y avergüenza que el fuego comprometa la vigencia del Estado de Derecho. Pero también es motivo de dolor y vergüenza que en la suprema magistratura de la nación, donde debiera encarnar la figura gallarda del gobernante, se cambie la función de estadista por el papel del gerente de carpa que convoca al público a disfrutar el escándalo. Agreguemos la monstruosa iniciativa —propuesta neroniana— de someter a consulta pública el ejercicio de la justicia. Espero analizarla en otro artículo. El plato de lentejas de las futuras elecciones no justifica el menoscabo de la dignidad republicana y de la investidura que la representa.

Profesor emérito de la UNAM

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