Nos hallamos en el punto de encuentro entre una democracia que desfallece y un autoritarismo que cunde. Este es el punto en el que cada quien resuelve su suerte: de un lado, el que dice “Aquí mando yo”, y del otro, el que acepta: “Y yo acato, sin chistar”. ¿Exagero?

Hace poco más de un año, en el estreno de este sexenio infinito, publiqué en la hospitalaria revista Siempre un artículo cuya sombra me persigue. Lo titulé “Obedecer y callar”, en recuerdo al marqués de Croix, virrey de la Nueva España, que hizo saber a sus vasallos el deber al que se hallaban sujetos: “Obedecer y callar”.

Digo que la sombra de ese título me persigue —nos persigue—, porque ahora mismo se aparece en las calles de México, en el arroyo del crimen y la pobreza, la imagen del marqués que recuerda a los ciudadanos, cada vez menos asombrados, su obligación inexorable: “Obedecer y callar”.

La picaresca de nuestros días ha incorporado otras expresiones para acicalar la frase del virrey. El depositario del poder público, del sufragio y la esperanza del pueblo, del destino de la nación, nos dice que atendamos la verdad y sigamos la consigna que emite cada mañana con implacable puntualidad. Y si alguien eleva una protesta o pone gesto de extrañeza o, peor todavía, ensaya alguna iniciativa por su cuenta –en ejercicio de una antigua libertad—, el marqués redivivo le recordará, en tono terminante: “No estoy de florero”.

Nos hallamos en temporada de pandemia, una siniestra lotería en el centro de nuestras preocupaciones. Pero nada puede ocultar el otro mal que nos asedia: el autoritarismo se cierne sobre México. Lo que pareció posible se volvió probable, y lo que advertimos probable acabó siendo cierto y evidente: el autoritarismo se ha apoderado de la República —o lo pretende—, aspira a gobernar la conducta de la nación y a fijar su destino.

El autoritarismo —una plaga, en el estricto sentido de la palabra— tiene diversas manifestaciones, que van de leves a fatales, como ocurre con las enfermedades. Puede ser capricho, arbitrariedad, ocurrencia. Al poco tiempo se convierte en despotismo (ilustrado o ignaro, como sabemos). Un paso adelante es dictadura. Y luego, absolutismo. Los teóricos del poder público y la sociedad política distinguen estos grados de subordinación de los ciudadanos a la voluntad de un sujeto o de un grupo, con caudillo al frente. Pero todos los grados tienen un signo común: el autoritarismo. “Aquí mando yo”. Los demás, obedecemos. Y de preferencia, callamos.

En este país, que muy pronto olvida sus más dolorosas experiencias, comenzamos a vivir bajo ese signo. Amanece cada mañana y nunca reposa. Es grave por partida triple: primero, porque nos oprime y desvía; segundo, porque avanza con identidad encubierta y banderas engañosas; y tercero, no menos grave, porque podemos acostumbrarnos a vivir con el síndrome del marqués de Croix.

El Estado de Derecho —garantía de los ciudadanos y muralla frente al poder arbitrario— ha comenzado a rodar cuesta abajo. Desciende con velocidad creciente. La supresión del Estado de Derecho —es decir, de todo lo que somos y tenemos— trae consigo un nuevo orden que se avecina a paso de ganso, como en los años treinta, en el que sólo manda quien manda, sin freno ni ley, ni control ni contrapeso. Lo estamos viendo y comenzamos a padecerlo. “Aquí —dice el que manda—, mando yo”.

Se están desvaneciendo los contrapesos frente al poder que pretende asumir un solo hombre. Los legisladores, complacientes, dejan hacer y pasar. Los juzgadores, acosados, pueden sucumbir. Los medios de comunicación padecen un estado de sitio, que los tiene en vela y quiere mantenerlos en silencio. La sociedad civil, abrumada, libra menudas escaramuzas, una guerrilla de desgaste que suele culminar en el repliegue y el escarnio. Y ahí vamos. De nuevo: “Aquí mando yo”

Los ejemplos de esta tendencia desoladora están a la vista de todos los mexicanos, lo mismo quienes quieren saberlos, que quienes prefieren ignorarlos. Si fuera indispensable mencionar un ejemplo flagrante de ese apetito de poder dictatorial que nos ronda, bastaría con invocar la muy reciente iniciativa de ley que pretende poner en las manos de su autor facultades que corresponden al Congreso para manejar el presupuesto de la Federación. Quizás se adopten algunas enmiendas a esta escandalosa propuesta, que entrega al Ejecutivo el manejo de los recursos aportados por los ciudadanos y aprobados por el Congreso. Pero aun así, habríamos tenido una prueba fehaciente, por si faltaran más, del talante autoritario con que se ejerce el poder.

Es verdad que la salud individual y social se halla en peligro. Ya dije que estamos a merced de una lotería que puede golpear a cualquiera. Pero también es verdad que está en grave riesgo otra condición de nuestra vida: la salud de la República, que se fuga de nuestras manos por las fisuras que abre el autoritarismo. Si alguien intenta detenerlo, el autoritario proclama ante la muchedumbre sumisa: “Aquí mando yo”. Y, en efecto, “no está de florero”. Una antigua consigna militar dispone: el que manda, manda, y si se equivoca, vuelve a mandar. En nuestro caso no existe el riesgo de que vuelva a mandar, porque nunca se equivoca. Quienes nos equivocamos somos nosotros. ¿No es así?

Profesor emérito de la UNAM

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