Ayer, mientras entrevistaba a un secuestrador recluido, me encontré con una verdad brutal: desde la comodidad de su celda —durante 20 años— no solo planificó secuestros, sino que operó y negoció extorsiones con absoluta libertad. ¿Cómo es posible que el lugar diseñado para restringir la acción delictiva se convierta en su plataforma más rentable?
La respuesta no está en una anécdota aislada, sino en una práctica estructural que hemos normalizado por décadas: la extorsión, uno de los delitos que más lastiman a la sociedad, sigue creciendo y diversificándose. Golpea a familias, a pequeños comercios y a grandes empresas por igual. Pero hay una pregunta que rara vez hacemos con la fuerza necesaria: ¿qué tanto de ese delito se cocina, se coordina y se monetiza desde adentro de instituciones que le pertenecen al Estado?
Está documentado que una parte relevante de las llamadas de extorsión se origina desde centros penitenciarios. Teléfonos que ingresan con complicidades, información que circula libremente y redes internas que convierten a las cárceles en plataformas operativas del crimen. No se trata sólo de personas privadas de la libertad que delinquen desde dentro; se trata de economías criminales sostenidas por corrupción, donde la extorsión se vuelve un negocio rentable para muchos más de los que deberían estar vigilando.
Por eso, si el combate a la extorsión quiere ser realmente efectivo, el sistema penitenciario debe convertirse en un eje rector de la estrategia de seguridad, particularmente en la que hoy encabeza Omar García Harfuch. No basta con perseguir a quienes extorsionan afuera; es indispensable cerrar los centros de mando que operan dentro de las prisiones.
En ese camino, hay avances que deben reconocerse sin caer en complacencias. La concentración de personas vinculadas a delitos de delincuencia organizada en penales federales de máxima seguridad es una decisión estratégica correcta. Estos centros fueron diseñados para proteger la seguridad nacional y cuentan con la infraestructura necesaria para limitar comunicaciones, fragmentar liderazgos y contener operaciones criminales, siempre que se utilicen como fueron concebidos y no como espacios de simulación.
También es relevante el proceso de certificación de centros penitenciarios en el Estado de México bajo los estándares de la American Correctional Association (A-C-A). No se trata de un sello decorativo: la certificación implica auditorías, protocolos claros, controles internos y estándares internacionales de operación. En un sistema históricamente opaco, introducir reglas y supervisión externa es una condición mínima para romper dinámicas de corrupción enquistadas.
En la Ciudad de México, además, ya se están implementando estrategias puntuales para inhibir la señal de telefonía celular dentro de los penales, una de las principales herramientas para la comisión de extorsiones desde la cárcel. Si estas acciones logran consolidarse y sostenerse en el tiempo, podemos empezar a distinguir entre cárceles que reproducen el delito y cárceles que realmente lo contienen.
Reconocer estos avances no significa cerrar los ojos. La extorsión sigue siendo un negocio porque durante años el Estado permitió que las cárceles funcionaran como centros de autogobierno criminal. Mientras no se rompan de fondo las redes que facilitan esa operación —internas y externas—, cualquier estrategia contra la extorsión será inevitablemente incompleta.
Hoy el reto es claro: transformar el sistema penitenciario para que deje de ser parte del problema y se convierta en parte de la solución. La estrategia contra la extorsión no puede darse el lujo de ignorar lo que sucede detrás de los muros. Ahí también se juega la seguridad del país.
Presidenta de Reinserta. @saskianino

