En todas las sociedades hay quienes se aprovechan de las tragedias y los momentos difíciles para beneficiarse. Son los que esconden alimentos, les suben el precio, no pagan sus deudas, compran baratas las propiedades de los urgidos y desesperados.
En el libro que cité la semana pasada, Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?, Michael J. Sandel cuenta cómo después del huracán Katrina que devastó Nueva Orleans en 2004, hubo quienes cobraban carísimo el hielo y los generadores eléctricos, las reparaciones de techos y las habitaciones de hoteles, aún a sabiendas de que no había luz en el caluroso agosto y que miles habían perdido sus casas, o tenían dañadas sus viviendas.
Muchos se enojaron y los acusaron de no tener compasión , pero otros en cambio dijeron que aumentar los precios era la única manera de que hubiera quien quisiera fabricar, transportar y vender hielo o generadores eléctricos, reparar techos o mantener abiertos los hoteles y que de no ser por ellos, lo que habría sería escasez.
El ejemplo deja claro lo que es el mundo: curas, políticos e intelectuales nos dicen que deberíamos amarnos unos a otros y hacernos responsables por la comunidad , pero el mercado dice otra cosa: si no me beneficio yo, no tengo para qué afanarme en fabricar o vender los productos que tú necesitas.
En México nos encanta decir que somos solidarios porque ayudamos a levantar escombros o repartimos tortas después de un temblor. Y sin embargo, una y otra vez se demuestra que nos importa solamente lo nuestro. Lo vemos todos los días: a las familias que se benefician con la delincuencia no les afecta el sufrimiento de los agredidos, al presidente le importan más sus proyectos que abrirse a otras propuestas. Estos son por supuesto los ejemplos más extremos, pero ¿acaso no es lo mismo con lo demás?: si quieres aceite, huevo, gel limpiador, medicamento para cáncer, un papel en una película o un permiso de construcción solamente lo consigues pagando un enorme sobreprecio (que puede ser en dinero o en favores).
Porque los humanos somos así: aprovechamos las circunstancias para nuestro beneficio. Por eso esperamos que el gobierno pague la demolición y reconstrucción del edificio dañado por el temblor y queremos usar la pandemia que empezó hace algunas semanas para no pagar la renta o los impuestos y hasta pedir gratis el internet y los servicios públicos . Y no nos importa la cadena de horror que eso provocará en la economía, pues a cada quien solo le interesa su personal salvación. Y por qué no, si la publicidad nos ha metido en la cabeza que yo soy lo más importante y me lo merezco todo.
En particular, hay la idea según la cual los pobres merecen todo y todo se les perdona. Da tanto prestigio ser pobre que hasta un tipo como el gobernador de Puebla se incluye entre ellos. Pero así se justifica que las personas perforen los ductos y asalten tiendas, pues se supone que eso responde a la necesidad. Pero he aquí que los que roban no se llevan alimentos o medicinas sino gasolina, televisiones, celulares, ropa y zapatos deportivos, cervezas y botanas, es decir, que no estamos hablando de la pobreza que se satisface con la canasta básica sino de aquella que considera como de primera necesidad la botella de vino, el tinte para el cabello y el microondas.
Y por qué no, si son los objetos que el mercado nos ha hecho desear y nos ha hecho considerar de primera necesidad. Solo visto así podemos entender que se convoque por redes sociales a asaltar tiendas y cientos de personas “decentes” se apunten.
Y si me preguntan si esto es correcto o justo, diría que no lo sé, porque eso cambia dependiendo de las circunstancias. El dueño de la tienda robada o el que consigue las mercancías pero le sube los precios, no piensan igual que el asaltante y su familia que recibe gratis esos bienes, o que el consumidor que los necesita y los tiene que comprar al precio que sea.
Escritora e investigadora en la UNAM.
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