En 2005, escribí en este espacio de EL UNIVERSAL, la historia de una joven migrante salvadoreña, que fue arrojada desde el tren llamado La bestia en marcha. La última vez que supe de ella, le habían amputado una pierna y estaba muy grave.

En 2011, escribí en este mismo espacio la historia de María Marisol Ortiz Hernández, procedente de Honduras, quien llegó a principios de octubre a la Casa del Migrante San Juan Diego en la colonia Lechería, con su hijo de un año de edad, el cual, según el sacerdote que dirigía el lugar, lloraba mucho, quizá porque estaba enfermo, quizá porque tenía hambre. La madre no tenía un centavo y pidió ayuda económica y recibió cien pesos de un alma caritativa. Semana y media después, su cadáver apareció en una zanja junto a las vías del tren y se desconoce el paradero del bebé.

Hace unos días, la migrante venezolana Alejandra Gutiérrez, que entró a México con una caravana y venía con su esposo, cuatro hijos (de 13, 5, 3 y 1 año) su madre y su hermana, perdió a su niña de 3 años durante el enfrentamiento con agentes del Instituto Nacional de Migración y de la Guardia Nacional en Chiapas.

Estas son solo tres historias de las muchas que hay de los migrantes ilegales que llegan a nuestro país y todas ellas son siempre terribles.

Esto no es nuevo. En el siglo XIX el gobierno mexicano invitó a trabajadores europeos a venir acá. 325 personas, en su mayoría hombres y todos italianos, desembarcaron en Veracruz y fueron conducidos a sus lugares de trabajo. Un mes después habían muerto 200 por hambre y enfermedades. Este modelo se repitió con otros “invitados”, a los que después de hacer venir de muy lejos les daban tierras yermas, salitrosas, estériles, un salario bajísimo, pésima comida, y se les hacía dormir en el piso “como perros y no como cristianos que somos,” según relató uno de ellos. Algo parecido sucedió con los coreanos que trajeron a trabajar al sureste por convenios con el gobierno de ese país.

Quienes salen de sus lugares de origen tienen razones poderosas para ello: el antisemitismo dijo el judío, el Gran Turco dijo el libanés, el nazismo dijo el austriaco, el franquismo dijo el español, el comunismo dijo el ruso, “el hamble, siemple el hamble” dijo el chino.

Las migraciones desde Centroamérica comenzaron en los años ochenta del siglo pasado, pues las personas huían de la guerrilla y de la represión. Sin embargo, con todo y la acción de agencias como la ACNUR y la COMAR, se los deportaba.

Hoy ese flujo se ha intensificado, y por el sur llegan además de ellos, caribeños, sudamericanos e incluso africanos, que dicen desear pasar a Estados Unidos. Algunos se pierden en el camino porque se quedan en algún lugar del territorio mexicano, porque mueren o porque los esclaviza la delincuencia. Los que libran esas tres cosas, se quedan varados en campamentos en Tijuana o Reynosa.

En 2016 escribí aquí mismo: “Cada vez más personas huyen de sus países buscando refugio en otros. Millones se mueven de un lado a otro del planeta para salvar su vida o mejorar su situación. Para quienes abandonan sus lugares de origen y dejan atrás a parientes y amigos, a sus muertos y sus posesiones es muy difícil, pero también lo es para quienes viven en los países a los que llegan, pues incluso con las mejores intenciones humanitarias, se trata de una irrupción que genera un cambio muy fuerte en lo social y lo cultural. Es el enfrentamiento entre el paradigma liberal e ilustrado que supone que todos deben y pueden aceptar al otro, y el paradigma conservador y nacionalista que considera que desde por razones religiosas y culturales hasta por razones concretas de trabajo, vivienda y servicios, el “otro” es un competidor, cuando no francamente un enemigo. Entre estos dos extremos se ha movido siempre el mundo y se sigue moviendo hoy. Pero nunca ello afectó de manera tan brutal a tantos millones de personas que están allí, frente a nuestros ojos, sufriendo y sin que parezca vislumbrarse solución”.

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx

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