La afirmación de Andrés Manuel López Obrador de que ya tiene preparado un “testamento político” en caso de que él falte, despertó más dudas que certezas. No sólo porque, tras su salida del Hospital Militar donde le practicaron un cateterismo de emergencia, el presidente habló por primera vez abiertamente sobre su condición de salud, sino porque la idea de que él decidirá qué pasa ante su posible ausencia y quién quedaría en la Presidencia, contradice totalmente a la Constitución que claramente prevé en su artículo 84, que si el presidente falta definitivamente en los últimos cuatro años de su gobierno, como sería el caso, será el Cogreso el que decida, por mayoría calificada de dos terceras partes, quién será el presidente sustituto que termine el sexenio.

¿De dónde saca entonces López Obrador que él puede “heredar” con un “testamento” la Presidencia en caso de ausencia definitiva?

No es el dueño de la Presidencia y mucho menos del Poder ni de la soberanía popular y, si no puede decidir qué sucede en su ausencia, porque eso ya lo dicta la misma Constitución que un presidente jura “cumplir y hacer cumplir”, mucho menos puede “heredar” o “testamentar” un cargo y un poder que no le pertenecen.

Y aun cuando los defensores del presidente y del oficialismo saldrán a decir que él solo habló de un “testamento político” en sentido metafórico o referente a su movimiento y no al cargo que ejerce, vale la pena hacer la precisión porque no parece ni casual ni un desliz, tratándose de un político como López Obrador. El uso que da a las palabras en ese mensaje habla de una concepción completamente patrimonialista del poder.

Dice el catedrático, escritor e investigador de la lengua española, Javier Blasco, que “las palabras nos delatan, las palabras querámoslo o no, aunque intentemos ocultarnos, aunque queramos escondernos en un avatar, dejan al desnudo lo que pensamos y lo que somos”. Y en este caso, al presidente sus palabras lo desnudan y también lo delatan: él no concibe al poder ni a su mandato como algo prestado temporalmente por los ciudadanos, sino como algo que le pertenece. Esa concepción del poder es más de un dictador autoritario que de un presidente demócrata.

Porque además de inconstitucional, la voluntad presidencial de nombrar “heredero” si él llega a faltar ni siquiera es realista, porque la Constitución habla claramente de una mayoría de “dos terceras partes” de los miembros del Congreso para elegir a un presidente sustituto. Y hoy ni López Obrador ni Morena tienen esa mayoría calificada ni en el Senado ni en la Cámara de Diputados, así que su “testamento político” sería letra muerta al menos en la sustitución presidencial.

Al final, lo que también exhibe ese mensaje —además de sus delirios patrimonialistas de poder— es que al presidente lo único que en realidad le importa y le preocupa cuando piensa en su muerte es quién lo va a sustituir y a terminar su imaginaria “transformación nacional”. Con un país sumido en la violencia, en medio de la peor pandemia, con una economía que no termina de recuperarse de una crisis histórica y un aumento del desempleo y una inflación desbordada, a López Obrador no le preocupan los mexicanos y sus problemas, sino sus sueños de grandeza y trascendencia histórica.

Lleva mucha razón el experto Javier Blasco cuando dice que “la palabra no es sólo una cuestión de estética o una cuestión de imaginación, porque en la vida la palabra compromete nuestro prestigio, nuestro honor, nuestro dinero y en algunos casos nuestra vida”.

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