Mientras las candidatas presidenciales se afanan y se desgañitan para ver quién de las dos es la más popular y simpática, la sangre de los mexicanos sigue corriendo en el río incesante de la violencia del narcotráfico; durante las casi tres semanas que llevan las precampañas presidenciales, los hechos de violencia en toda la República no se han detenido y siguen escalando la violencia criminal, ya casi cotidiana, en la que viven la mayoría de los mexicanos en la República.

En tanto ellas prometen un México mejor, con un presunto “segundo piso” a la transformación, u otro país libre de la “amenaza de Morena” a la democracia y a las libertades de los mexicanos, el sonido de las balas del narcotráfico, disparadas desde sus armas automáticas y de alto calibre, sigue aterrando y angustiando a millones de mexicanos. Desde los estados de la República, que parecen haber sido abandonados a su suerte por las fuerzas de seguridad federal, muchos ciudadanos se tienen que agachar y doblegar ante el poder de los grupos criminales cada vez más violentos, sádicos y crueles, que actúan impunemente ante la orden presidencial de darles a esos sanguinarios y asesinos, “abrazos, no balazos”, lo que en la realidad significa una patente de corzo para que los narcotraficantes dominen y gobiernen territorios, usurpen funciones constitucionales del Estado como el de la seguridad y el cobro de impuestos, mientras siguen intoxicando a los jóvenes mexicanos, que ahora son su principal mercado, ante la legalización de algunas drogas en Estados Unidos y la recomposición del mercado de las drogas con las drogas químicas y sintéticas.

Prácticamente ya no hay día en este país en el que no ocurra o se reporte en las redes sociales primero, y luego en los medios de comunicación, uno o varios hechos de violencia graves como desapariciones y masacres de jóvenes estudiantes, el enfrentamiento violento entre militares y policías y sicarios armados del crimen organizado, la rebelión de un pueblo en la sierra mexiquense que con hoces y machetes enfrentaron a pistoleros narcos que los querían obligar a pagar derecho de piso por sus negocios, terrenos y hasta por comerciar o producir legalmente en su propio pueblo. La mayoría de esas muertes y asesinatos de mexicanos en muchos casos inocentes se vuelven noticia de un día para los medios, morbo más duradero para las redes sociales, y muy rara vez llegará a ser tema que comenten las señoras candidatas presidenciales.

¿Qué clase de país es el que se están disputando las dos abanderadas de Morena y de la oposición? ¿El México real, en el que ya vive la mayoría del territorio nacional, con violencia e inseguridad cotidianas, ausencia de autoridad y economías locales movidas por el dinero sucio del narcotráfico? ¿El México de la impunidad donde las víctimas son los ciudadanos mientras a los varones del narco no se les toca ni se les molesta desde el gobierno federal? ¿O el México que, con la mayoría de mexicanos honestos y trabajadores, lucha y exige para salir adelante y rectificar el rumbo y la situación del país?

Porque ninguno o si acaso uno de esos Méxicos llegan a aparecer en las campañas y los discursos políticos. En una de las campañas presidenciales se habla de un México muy feliz y casi idílico, en donde la violencia no se ha agravado, las medicinas y tratamientos no escasean en la salud pública, y la corrupción desapareció por obra y gracia del sermón matutino presidencial. En el México de Claudia Sheinbaum no existe mayor prioridad, urgencia o necesidad que “consolidar la transformación”, poniéndole un segundo piso tan imaginario y abstracto como los resultados y efectos visibles de dicha transformación. En tanto que en el México de Xóchitl Gálvez predomina el México que se siente agraviado por el discurso de odio desde la Presidencia de la República, y que ve amenazadas libertades y conquistas ciudadanas como el acotamiento del poder presidencial y el fortalecimiento de los otros dos poderes de la Unión, la transparencia, la libertad de expresión y el derecho a aspirar a una superación personal, económica y social.

Pero la agenda de la violencia criminal en México, que tan sólo esta semana que concluye le costó la vida a 6 estudiantes universitarios de Guanajuato, 3 campesinos que enfrentaron al narco en Texcaltilán, Estado de México, entre muchos otros homicidios dolosos que a veces ya pasan desapercibidos, no se detiene y sigue perfilando un país descontrolado, cada vez más anárquico y en el que la presencia física de las autoridades militares y de seguridad que ha crecido en todo el territorio con el Ejército, la Marina y la Guardia Nacional, es sólo una pantalla para ocultar la decisión de un gobierno de no molestar ni incomodar —salvo en casos estrictamente necesario y que soliciten desde los Estados Unidos— a las mafias del narcotráfico.

Ese es el país que le tocará gobernar a la primera mujer presidenta en la historia de México como república federal independiente. Un país que se divide y se debate entre el empuje hacia el desarrollo y el futuro, con oportunidades históricas como el “near shoring”, y el intento de consolidar un nuevo sistema político autoritario y de Partido de Estado, casi idéntico al que se instrumentó en los 75 años del priato, en el que una mayoría política controle a los tres poderes del Estado, al INE y a los órganos autónomos, menosprecie e ignore a la oposición política, satanice y persiga incluso con cárcel a periodistas críticos o a activistas disidentes, y trate de imponer una sola visión política del país.

Definitivamente no van a ser las encuestas las que decidan cuál de las dos candidatas gana la presidencia; van a ser los votantes mexicanos los que, también polarizados entre las dos visiones de país que se confrontan, tomarán partido en una elección plebiscitaria que definirá el rumbo político y económico del país en los próximos seis años, y definirán con su voto cuál de esas visiones debe imponerse desde el gobierno de la República. Pero mientras, en los seis meses y medio que le faltan a las campañas presidenciales, seguiremos escuchando discursos que prometan un país mejor y más seguro, mientras el México actual y el de la realidad que viven millones de mexicanos, se desangra en el dolor de las muertes y desapariciones.

NOTAS INDISCRETAS…

El gobernador de Sonora, Alfonso Durazo, afirma muy seguro que en su estado: “ya no hay absolutamente ninguna área, absolutamente ninguna área bajo el dominio de algún grupo criminal. Eso se acabó”, pero los habitantes de varias regiones de la entidad sonorense denuncian y comparten en redes sociales la presencia de grupos y facciones armadas de distintos cárteles del narcotráfico, que controlan y gobiernan en varios municipios sonorenses. Una de esas es la región de Santa Magdalena, Altar, Caborca, utilizada como un paso estratégico del tráfico de drogas a Estados Unidos, en donde hay dos grupos fuertemente armados en una guerra por controlar esos territorios. También está la denuncia que circula en redes sociales sobre el cambio realizado de un batallón completo del Ejército mexicano en Caborca que tuvo que ser reubicado de municipio y de estado, porque los militares les habían vendido protección a los narcos. En toda esa región, y en medio de las disputas de cárteles, la presencia de las autoridades federales y militares existe, pero no hace nada para combatir o confrontar a los grupos criminales. Entre las denuncias ciudadanas y las afirmaciones temerarias del gobernador, francamente resultan mucho más creíbles lo que dicen los sonorenses, porque al señor Durazo se le escuchó decir lo mismo del país, cuando fue secretario de Seguridad Federal, y prácticamente no hizo nada para detener la violencia y el avance del narcotráfico en toda la República…Los dados cierran con Escalera Doble. Se rompió la mala racha.

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