Ningún presidente en la historia reciente de México se dedicó tanto a las celebraciones como lo ha hecho y lo sigue haciendo Andrés Manuel López Obrador. No sólo celebra cada 1 de julio con el pretexto de su triunfo electoral, también celebró a los primeros 100 días de mandato, el primer año de gobierno, el segundo, tercero y cuarto y seguro lo hará al quinto y hasta el sexto año. Ha celebrado todos sus informes, los oficiales y los inventados, la expropiación petrolera, la “defensa de la 4T” y cualquier otra cosa que se le ocurra con tal de encabezar actos de masas y llenar el Zócalo capitalino, una obsesión que además de reflejar su verdadera vocación de líder mesiánico y carismático, promueve la aclamación y el culto a su persona, pero sobre todo, se mantiene en una campaña política permanente en favor de su partido y su movimiento.

Ayer miércoles al mediodía, en pleno día laboral, el presidente convocó en Palacio Nacional al dirigente de su partido, Mario Delgado, junto con los 22 gobernadores de Morena, incluido el nuevo jefe de Gobierno sustituto Martí Batres y la nueva secretaria de Gobernación, Luisa María Alcalde. Pero tan magna reunión no fue para hablar de los problemas o necesidades urgentes que enfrentan los mexicanos en seguridad, inflación, violencia, falta de medicamentos, desapariciones, homicidios, masacres o feminicidios. Nada de eso figuró en el recuento alegre y falaz que les hizo el presidente a los gobernadores, dirigentes y funcionarios de su partido: los invitó a celebrar, con otra concentración masiva en el Zócalo, el quinto aniversario de su triunfo en las urnas el próximo 1 de julio.

Tal despliegue de fuerza del partido gobernante, que distrae a sus funcionarios de sus obligaciones y responsabilidades constitucionales, empezando por el presidente y sus secretarios, y continuando con los gobernadores de 22 estados, no es para resolver o enfrentar algún problema urgente en la República. A los gobernadores se les hace viajar a la Ciudad de México sólo para escuchar autoelogios, odas y panegíricos al “movimiento de transformación”, para que se aplaudan y se vitoreen entre ellos y todos juntos al presidente, para luego planear un festejo multitudinario en el que, una vez más los mexicanos veremos funcionar la nueva versión potenciada y mejorada del viejo acarreo priista —ahora en su versión morenista— que volverá a movilizar a cientos de miles de personas de estructuras clientelares en miles de camiones provenientes de toda la República y en un lleno total y pletórico del Zócalo para aclamar al líder y sus logros.

Para muchos mexicanos tal vez no haya nada que celebrar, en un panorama social y económico que, aunque mantiene al país en marcha, no muestra, con indicadores reales y fehacientes una economía social y familiar boyante, un país que sea seguro y tranquilo, un estado de Derecho fuerte y que nos dé garantías y certidumbre, y mucho menos un sistema de salud que garantice nuestro derecho a recibir atención médica de calidad.

Lo que se ve, a cinco años del triunfo electoral del lopezobradorismo, es más bien un grave deterioro de la seguridad pública, una violencia desbordada en varios estados dominados y controlados por el narco, el aumento de la impunidad y la corrupción gubernamental, empresarial y social. A eso se suma una carestía en los alimentos que no baja al mismo ritmo que los indicadores del Inegi, un retroceso preocupante en materia de democracia, sometimiento y destrucción de instituciones autónomas y un presidencialismo autoritario que no sólo controla y decide todos los asuntos públicos, sino que destruye instituciones y programas, para cambiarlos por otros que no funcionan, mientras maneja el dinero de los contribuyentes con total discrecionalidad, opacidad y a capricho del presidente.

Pero para el presidente y sus correligionarios la realidad es otra. Ellos ven un país “en plena transformación", en donde, a decir del flamante jefe de Gobierno de la CDMX “hay grandes transformaciones sociales, una gran cantidad de obra, el gobierno está avanzando y hay estabilidad económica, es decir de éxitos, de resultados”. Por eso el presidente le dijo ayer a la nueva clase gobernante que “hay mucho que celebrar” y que reunirse en un día laboral para autofelicitarse y reconocerse, bien vale la pena para organizar un festejo que tendrá lugar el próximo 1 de julio. Un festejo que no es para todos los mexicanos, que no quiere que acudan los que no piensen como ellos ni vean esa maravillosa transformación en marcha. Una celebración para la secta, para los fieles, para los nuevos gobernantes que detentan el poder y pretenden alargarlo por seis años más en 2024.

Al final, de eso se tratará la nueva “magna concentración” a la que está convocando López Obrador, que volverá a gritar a los cuatro vientos que el suyo fue un triunfo histórico, que él es el gran “transformador” heredero de las luchas izquierdistas y equiparable ya a los grandes héroes que independizaron, reformaron y revolucionaron a la Patria. Y volverán las cifras estratosféricas: 500 mil, 600 mil, 1 millón de personas, vistas desde la óptica ideologizada del gobierno capitalino. Y todo para halagar al líder y alimentar su ego, pero también para demostrar que, con sus corcholatas ya en campaña ilegal y anticipada, y con el Zócalo a reventar, AMLO seguirá siendo el gran jefe de campaña, jefe del partido de Estado que mostrará que intentará mandar el mensaje de que la fuerza de su movimiento no podrá ser derrotada y que los mexicanos tendrán que resignarse, en el 2024, al nacimiento de un nuevo régimen que, a imagen y semejanza del viejo PRI, quiere eternizarse en el poder.

Los dados mandan Serpiente Doble. Descendemos al abismo.


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