Dicen que me morí en Venecia durante la pandemia del año 2020. El amable lector, la lectora, juzgará si fue así o no.

Había sido maestra de letras en la Universidad Complutense ya dos décadas, cuando decidí ceder a un antojo estético: viajar a Venecia, la ciudad que flota en una laguna, y alberga varios de los tesoros clave del Renacimiento.

Qué extraordinario momento el del Renacimiento. Un mecenas y un grupo de artistas inventaron en sus lienzos, esculturas y construcciones, una nueva forma de estar en la realidad. Una forma que conquistó a la especie y hoy conocemos como la Era Humanista.

Para mi desgracia, fue en Venecia donde la pandemia me atrapó. Recién declarado el estado de alerta, traté de escapar, pero en la estación del tren me dijeron que los trenes se habían cancelado. La ciudad se declaraba cerrada. Tragué amarga saliva, y entonces noté que tenía inflamada la garganta. Y de inmediato tosí. Una tos seca. Me toqué la frente. Hervía. Me estoy auto sugestionando, me dije. No tengo coronavirus.

Había una larga fila de gente esperando a ser ingresada al hospital, todos con cara de espanto y dolencias quejosas, y a diferencia de ellos yo no tenía una tarjeta de seguro médico expedida por el gobierno italiano, así que desistí de una espera vana y tomé una góndola.

Un lujo que no debía permitirme: mi cuenta de banco no es la de un empresario, pero si voy a morir, pensé, quiero antes viajar en una góndola. Recostada en la embarcación como en un ataúd de lujo, tosiendo una tos que me sacudía el cuerpo y hundiéndose en la languidez caliente y vaporosa de la fiebre, me fui despidiendo de la vida, un cortejo de gaviotas acompañándome en el aire.

Mi casero me renovó la renta del cuarto, con tres condiciones. Nunca me abriría la puerta para que subiera a la casa, para no contagiarlo. Nunca me dirigiría la palabra, para no sentirse culpable de tenerme encerrada en un cuartito de sirvienta. Y debía pagarle un mes por adelantado, para que en caso de que yo muriera él no perdiera dinero con el cuarto vacío.

El cuartito blanco, con una camita angosta y una mesa de madera, tenía una bendición: una ventana grande, que ocupaba media pared, y daba a un canal. Y la gran ventana me trajo una sorpresa: un pajarito negro con la cabecita roja estaba en el marco.

—¿De dónde vienes pajarito?—: le pregunté y me aterré: ¡la fiebre me había vuelto cursi!

Para no serlo, me distraje con el celular, buscando en Google al pajarito que tenía en frente y ahora saltaba por la mesa y se plantaba sobre la Blue Guide. Resultó que era un trogón de África. Bueno, este trogón había volado cientos de kilómetros para llegar en esta primavera fatal a Venecia.

Cuando llegó el mandadero con la comida que había encargado al supermercado, saqué la bolsa de alpiste, puse un montoncito en mi mano y lo acerqué al pájaro. Que de inmediato lo picoteó. Aterrada, me refugié en un rincón, el alpiste se me había caído de la palma y se había desparramado sobre el piso de madera del cuartito.

Ese fue el principio de una bella amistad: en la madrugada me despertó el ruido agudo de veinte pájaros moviéndose a brinquitos en el cuarto blanco y cantando. Trogones. Canarios amarillos. Pericos chiquitos, verdes con penacho azul. Cantando, picoteaban el alpiste derramado.

Afiebrada y entre toses, los fui fotografiando, a cada uno, y gracias a la aplicación de la Enciclopedia de la Vida, cada foto me condujo a las noticias de sus hábitos y de sus fisiologías.

—¿Sabes que tienes cinco pulmones?—: se lo expliqué a un petirrojo, con el poco aire con que podía hablar. –Qué envidia, así de pequeño y con cinco pulmones.

Así lo escribí en mi diario: De cierto, porque tienen más de un pulmón los pájaros, vuelan. Son pequeños sistemas donde el aire fluye, dando impulso a sus alas. Aire que vuela en el aire…

Cinco días después, me paraba detrás de Trogón, cuando él estaba en el marco de la ventana, e inhalaba aire y lo exhalaba, profundo y despacio, como él, a veces silbando al expeler el aire, a veces no.

Y noté esto extraordinario: si mi conciencia se entregaba a la circulación del aire, no pensaba en nada. Estaba absolutamente en el presente.

Respirando.

30 días después, aterrizó en el marco de la ventana un águila, como de un metro de altura, negra, de pico amarillo, y desató el terror en el cuarto blanco: los pájaros pequeños volaron buscando un escape, rozando las paredes, estrellándose algunos, y luego se refugiaron debajo de la cama, piando como pollitos. Yo me había escondido detrás de la puerta del baño, con el sándwich de pastrami que había estado comiendo.

Coloqué el sándwich sobre la mesa. De un brinco el águila estuvo en la mesa y yo otra vez detrás de la puerta. Inclinó el pico amarillo, observó mi ofrenda con un ojo dorado, y en un instante lo devoraba, y los pajaritos pudieron escapar por la gran ventana.

Las últimas 150 hojas de mi diario versan sobre el águila. En especial trata de las escapadas del águila hacia el alto cielo, donde yo imitando su abrir y cerrar de alas, aprendí a respirar mucho más profundo, echando los brazos hacia más atrás y más lento, moviendo los omóplatos hasta que chocaran entre sí a cada despacioso y majestuoso aletazo.

Un ejercicio donde aprendí no solo a permanecer sin pensamientos durante horas, sino que me entrenó para poder desmantelar el lenguaje del Humanismo, que antes dictaba mis acciones. Fue así: lo puse en mi mesa como a un gran rompecabezas y empecé a quitar sus piezas falsas, para luego rearmar con sus piezas útiles, otra forma de ser humano, más libre y feliz.

Aquel diario, escrito a lo largo de 90 días, en los sopores de la fiebre, está por publicarse en España en forma de libro, con el título: Respirar. E l nombre del primer capítulo —Maestros del Renacimiento de la Venecia del siglo 15— rima con el del último —Los maestros del Renacimiento del siglo 21 son los pájaros—.

Y sí, la humanista que fui murió en aquel cuartito de sirvienta y la que renació es otra.

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