Como todo en el México de hoy, el asesinato de Debanhi se ha convertido en una piedra arrojadiza entre la Izquierda y la Derecha. Perdóneme el lector, la lectora, por no participar en ese ping-pong de pedradas: a mí me conmueve la misma Debanhi –y los millones de jóvenes mujeres amenazadas por esos miserables que llamamos higiénicamente feminicidas.

¿Qué estamos haciendo mal que desde hace 30 años el número de mujeres asesinadas aumenta? Preciso la pregunta. ¿Qué estamos haciendo mal la policía, la prensa y la sociedad?

Después de estudiar a feminicidas en Ciudad Juárez, la antropóloga Rita Segato concluyó que las policías siguen colocando los feminicidios entre los crímenes pasionales, de acuerdo a una ideología patriarcal.

Para nuestros policías, se trata de crímenes que suceden en la intimidad de un hombre y una mujer. De ahí que tardan en tomar en serio las llamadas de auxilio cuando una joven mujer desaparece; tardan en buscarla; y de encontrarla muerta, es raro que persigan al “amante asesino” para apresarlo: prefieren mejor inventar un caso de suicidio premeditado o accidental –o de plano, dejar abierto indefinidamente el caso.

De ahí que violar y luego matar a una mujer es el deporte menos peligroso de nuestro país. Solo uno de cada cien feminicidas es capturado, enjuiciado y encarcelado.

De ello se desprende una conclusión. Necesitamos brigadas especializadas formadas por mujeres policías, para atender la violencia contra otras mujeres. Brigadas entrenadas en ello y lo dicho, formadas por policías hembras. No sería sino reconocer que las once mujeres diarias asesinadas constituyen una emergencia nacional.

Sobre la prensa empecemos por decir que cada que un feminicidio trasciende a los medios –uno de cada mil–, la prensa se regocija armando una telenovela pornográfica, donde el sexo y la muerte se abrazan, tal como en la mente del feminicida –como si se tratara de un extenso comercial que invita a otros hombres al deporte siniestro.

Decenas de fotografías de la víctima desfilan por las pantallas mostrándola joven, bonita, bien arreglada, coqueta –es decir: deseable–, mientras se informa de lo que llevaba puesto la noche fatídica, si estaba ebria, si era virgen, si era libertina. Y el gancho más importante del larguísimo comercial pornográfico: se reitera que no hay siquiera pistas sobre su asesino. Que la policía se ha enredado en sus propias mentiras.

Mátela y siga luego libre:

el tentador mensaje oculto de los reportajes sobre los feminicidios.

La prensa debería volverse a mirar a los feminicidas y retratar a los pocos encarcelados, tal y como son. Casi todos pobres diablos, hombres fracasados en las tareas sustantivas de la vida, el trabajo y el amor, y a menudo sojuzgados por una pandilla de otros hombres que no solo les mandatan el odio a las mujeres, sino les encubren el crimen.

Y la prensa debería exhibir a las autoridades ineptas, con la misma exigencia de consecuencias que al asesino.

En cuanto a la sociedad, debemos reconocer que nuestra legítima indignación ante los feminicidios ha servido para un reverendo carajo. Si queremos resultados distintos, necesitamos acciones distintas. De ahí mi modesta propuesta, publicada en esta columna hace dos semanas.

Sentémonos en el zócalo de nuestra ciudad el primer domingo de julio para exigir al gobierno federal que nos presente un Plan Nacional Contra los Feminicidios. Cada domingo volvamos a sentarnos en el zócalo. Seremos pocas y pocos primero, luego seremos más. Y no nos vayamos hasta que recibamos ese plan que con seriedad enfrente esta emergencia nacional.

Por lo pronto, invito al amable lector, a la lectora, a ver la entrevista que le realicé a Rita Segato, Retrato hablado de un feminicida, este jueves en los canales de TV Once y 14. La mayor experta en el tema no hablará de las delicadas mujeres jóvenes asesinadas, sino de los pobres diablos que las matan.

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