En este momento de excepción en que nos gobiernan los científicos…


—¿Cómo lo imagina usted?— preguntó Darwin a su visitante.

Caminaban por el primer jardín de la granja del científico: un jardín del tamaño de tres campos de futbol, el césped cortado a una pulgada de la tierra.

—Es decir —reformuló Darwin—, usted dice que se trata de aplicar mi Teoría de la Evolución a la vida social. Bueno, ¿cómo lo haría?

Darwin usaba ya como un uniforme diario una casaca negra y lucía ya esa barba blanca de patriarca que le llegaba al pecho. Una estrategia para ocultar el acné tardío que le afeaba el rostro.

—Me imagino —respondió el magnate— que se disuelve en los corazones de nuestra clase alta la culpa en relación a los pobres y asumimos que lo son porque son menos aptos.

Mister Money: con ese nombre, probablemente ficticio, aparece el magnate en el diario de Darwin.

—Cerramos los comedores públicos. Prohibimos los sindicatos. Quitamos toda ley que quiera restringir a la libre empresa. Y los castramos.

Darwin siguió caminando al lado de Mr. Money reprimiendo la pregunta obvia, ¿a quiénes?, temía escuchar la respuesta.

—Me refiero por supuesto —carraspeó Mr. Money—a los pobres. Los castramos para disminuir la pobreza. —Se detuvo y encaró a Darwin. —En suma, se trata de eliminar las barreras morales que interrumpen la lucha entre los primates habladores, para permitir que en esa lucha vayan seleccionándose los más aptos.

—Querido maestro —Mr. Money tomó con sus manos los hombros de Darwin—, en un siglo, usted y yo seremos unos idiotas. Es decir, en comparación con nuestros bisnietos, que serán indeciblemente más evolucionados.

—¿No sería más conveniente un gobierno formado por científicos? —preguntó entonces Darwin a la cara de Mr. Money.

—¿Esa es su respuesta a la exposición de mi proyecto social? —Mr. Money se molestó.

Sí, esa era, y Darwin se explayó. Había ido imaginando su propia utopía en los momentos de distracción en que supuestamente no hacía nada. Lavar a la perra. Arreglar los libros de su estudio. Tenderse en uno de los tres jardines de la granja a tomar sobre la tierra el sol.

—Se define una meta para la especie —le explicó Darwin a Mr. Money, de nuevo ambos caminando lado a lado en el segundo jardín de la granja, un mar de hierbas altas y silvestres. —Digamos: ponemos a la felicidad como la meta. Se forma un ejército de científicos y ellos van desglosando el reto en investigaciones necesarias. Se hacen las investigaciones. Y los resultados se van aplicando. There it is —concluyó Darwin: ahí está.

A Mr. Money no le gustó la utopía del Gobierno de los Científicos. Puede ser que le disgustó porque siendo riquísimo prefería imaginarse comandando la Dictadura de los Ricos. En todo caso, Darwin y él se despidieron con frialdad, y Darwin fue al patio para llamar a su perra, una terrier banca, y llevársela de paseo.

Si le creemos al diario de Darwin, creeremos que quién le enseñó el camino para dar mayor sustancia a su utopía fue la perra Polly.

Caminaban por el tercer jardín, ese trozo de bosque circundado por un óvalo de grava, cuando Polly empezó a ladrar locamente y a girar en redondo: una abeja la circundaba por el aire. Y pronto cinco abejas más llegaron zumbando, volaron rápido hacia un pino, y Polly se puso rígida y dirigió la mirada hacia donde habían volado: a un panal que colgaba de una rama del pino.

La Naturaleza nos habla —escribió Darwin en su diario con su pluma de tinta verde —a todos los que la escuchamos —escribió a continuación. Y agregó: —:Y la Naturaleza tiene para nosotros millones de respuestas perfeccionadas durante milenios.

¿Qué estrategias descubrió Darwin en los organizaciones sociales que investigó? El panal del pino, el hormiguero que dominaba sus tres jardines y la sociedad de termitas que se había construido un edificio de barro de un metro de alto en el jardín boscoso.

Yo las prefiero dividir en dos: las estrategias para la sobrevivencia, que son interesantes, esforzadas y miserables, y las estrategias para la felicidad, que son deslumbrantes.

Y acá acaba no esta historia verídica, sino el espacio para contarla.

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