Primero no entendí por qué Monsiváis me invitaba a oír con él el discurso de cierre de campaña de Andrés Manuel .

Daba igual: a veces Carlos me marcaba y me invitaba allá o acá, nunca explicando las razones, y siempre salía yo de aquellas citas imprevistas complacida de haber asistido.

Esta vez el lugar de encuentro fue un dormitorio del primer piso del Hotel Majestic , el viejo hotel de piedra fincado en el perímetro del Zócalo.

El cuarto era pequeño y adentro se encontraban ya los otros invitados de Monsiváis. Dos jóvenes, cuyos nombres ahora no recuerdo, Julia de la Fuente y Consuelo Sáizar .

—July y Cheli y Saby –así le gustaba a Monsiváis llamarnos a las tres amigas.

A lo que le solíamos contestar: —Y Monsi.

Monsiváis estaba sentado en un banquito en el breve balcón y fui a sentarme a su lado, en otro banquito. Un piso abajo, desde la calle, la gente que iba llegando a la plancha de cemento, lo saludaba con una familiaridad solo explicable por la fama.

La fama es ser conocido por cientos de miles de desconocidos.

—Hola Carlos.

—¿Cómo vas, maestro?

—Saludos a los gatos, profesor.

A eso de las dos de la tarde inició la ceremonia. En un templete del otro extremo de la gran plaza, empezaron los discursos. Y por fin media hora más tarde, Andrés Manuel se acercó al micrófono.

Una figurita a lo lejos, su rostro en close up en la mega pantalla a su espalda, su voz magnificada por treinta altavoces colocados en los pisos altos de los edificios coloniales del Zócalo.

—Primero los pobres, para el bien de todos –llegó luego de varios párrafos la frase-lema de Andrés Manuel, y la plaza estalló en un aplauso.

Y Monsi se inclinó hacia adelante: venía lo que a él le importaba del discurso.

—Y luego –después de una pausa siguió Andrés Manuel—, luego todos los demás.

E inició una larga retahíla de identidades. Los maestros, los médicos, los obreros, los artistas, los profesionistas en general, los empresarios micro, pequeños, medianos y grandes.

Monsi en el balcón apalabraba sin voz y al mismo tiempo que la distante figura y el rostro en la mega pantalla, como si supiera de memoria el discurso: como si él lo hubiera escrito o como si él y Andrés Manuel lo hubieran escrito juntos o como si Monsi lo hubiera revisado cien veces la noche anterior.

—¿Te gusta? –me preguntó de soslayo, preocupado.

—Mucho –respondí.

No era la única ciudadana que había esperado todo el año de la campaña a que el candidato de la Izquierda ampliara el círculo de los que prometía beneficiar, al desmantelar el sistema neoliberal. Los pobres primero —eso estaba sobreentendido— pero luego los científicos, los artistas, los médicos, los profesionistas en general, los obreros, las mujeres.

Un círculo amplio en el que de hecho podrían caber todos y todas: esa era la empresa de una Izquierda moderna y democrática.

Al final del discurso la ovación fue estruendosa.

—¿Te gustó? –volvió a preguntarme Monsi angustiado.

—Mucho –repetí, verídicamente emocionada.

El incidente vine a recordarlo ahora, 15 años después, por motivos obvios.

Durante los tres primeros años de su mandato como presidente, Andrés Manuel ha omitido de su relato de Patria —y de sus acciones hacia la Patria— a cualquier otro sujeto que a los pobres, con la consecuencia de que en las últimas elecciones perdió el voto de las clases medias urbanas.

Igual que en aquel lejano 2006 , Monsiváis ahora le aconsejaría ampliar el círculo de los beneficiarios de sus acciones políticas. O al menos eso me parece a mí. En todo caso, lo cierto es que si la Izquierda quiere volver a ganar la presidencia, esa tendría que ser su corrección en los últimos tres años de su actual mandato: abrir el círculo de sus beneficiarios, para que ahí quepan muchos, muchos más.