Tomaron asiento en el salón Juárez del Palacio Nacional, los miembros del Consejo empresarial. Señores muy serios, con trajes y corbatas.

El Presidente se apersonó a continuación, afable, también con saco y corbata, y los empresarios volvieron a ponerse en pie en deferencia a él.

—No los saludo de mano —les dijo. —Ya saben. Hay que mantener la sana distancia.

Tomaron asiento otra vez alrededor de la amplia mesa. Cada uno separado del otro por un asiento, el Presidente a la cabecera. El tema a tratar: ¿cuándo se debe declarar abierta la economía? Es decir, ¿cuándo se dice a los trabajadores que vuelvan a trabajar?

Un empresario, llamémosle Bailléres, abrió su computadora para resumir los datos a considerar:

—Hemos calculado, Presidente, que cada punto del Producto Interno Bruto que hemos perdido corresponde a 2 mil 543 muertos. Redondeando números: a 2,500. Esto según los números que arroja el modelo Centinela.

—Muy caro cada muerto —se lamentó el Presidente.

—Sí Presidente. Pero hay otras estimaciones. El doctor Gatell admitió que a cada muerto registrado en el modelo Centinela podría corresponder hasta a 9 muertos. Viéndolo así, Presidente, cada punto del PIB nos ha costado alrededor de 22 mil muertos. Y esto es sin abrir la actividad económica. Abierta la economía, el contagio escalaría.

—¿A cuánto? —: el Presidente, preocupado.

—Sirva mi consorcio de platito de experimentos, Presidente —ofreció Ricardo Salinas Pliego, siempre generoso. Su consorcio: el Grupo Salinas, que no había dejado de trabajar durante la pandemia. —El contagio sube al 20%, si se reúne a trabajar a la gente en espacios cerrados. Y de ese 20% muere el 1%, según mi platito de experimentos.

—Dicúlpenme —dijo un joven empresario, llamémosle Ramírez. La verdad es que había dejado de entender los números de la reunión y se puso en pie para preguntar: —¿Por dónde es el baño?

Le indicaron por donde.

Mientras el empresario meaba en un urinario dorado, pensó en algo extrañísimo. Lo que había dicho la Primera Ministra de Nueva Zelandia, Jacinda Arden, sobre su estrategia ante el coronavirus.

—Me porté como una mamá. De inmediato cerré la casa, es decir los aeropuertos. Aislé a los enfermos. Testeé a todos los niños. Perdón, a toda la población, exhaustivamente.

El empresario pensó: ¿cómo habrá calculado Jacinda el costo económico de cada muerto? Nombre, de seguro, como buena mamá, Jacinda no calculó los costos de salvar vidas. Cerró muy rápido la economía y qué curioso: la abrió también muy rápido. Como cuando una mamá encierra a su hijo al primer síntoma de gripe y luego muy rápido puede sacarlo a jugar.

Ah las mamás, pensó subiéndose la cremallera del pantalón, siempre tan emocionales y malas para la aritmética.

Se ajustó la corbata ante el espejo y se le ocurrió algo aún más extraño. ¿Tal vez la diferencia entre las jefas y los jefes de Estado es que ellos usan corbata?

—Esta especie de horca de tela, que divide la cabeza del corazón —: lo dijo en voz alta viéndose en el espejo la corbata. —Esta horca que divide el pensamiento de la emoción.

Ya extraviado en su desvarío, Ramírez se lavó las manos mientras se le ocurría que tal vez la Naturaleza no hable el lenguaje del pensamiento humano, el que reside en la cabeza. Tal vez la Naturaleza se comunica con nosotros a través del cuerpo entero.

—Del cuerpo entero que se siente bien o que padece.

Cuando volvió al salón Juárez el joven empresario, la mesa estaba calculando cuántos puntos del PIB se ganarían con cuántos muertos.

—Como 8 mil muertos por cada punto del PIB —resumió Carlos Slim.

—Muy caro —se lamentó el  Presidente —Pero de algo tiene que comer la gente que no tiene ahorros, ¿no es verdad? Aunque ustedes podrían hacer comedores donde la gente recogiera diario su alimento. Yo creo que sí les alcanza con su dinero. ¿Cuánto suman sus fortunas, señores?

—Permítame —dijo Bailléres y tecleó en la computadora. —Suman 158 billones de pesos.

—Tres billones que se gasten, muchachos —dijo el Presidente. —Y el gobierno pone 1 billón o 2.

Se rieron todos, de buena gana, ante la idea de regalar comida a los pobres y a cambio no ganar ningún punto del PIB.

—Ya en serio –dijo el Presidente. —Si abrimos la economía esta semana, ¿cuánto nos costaría cada muerto?

—No Presidente, los muertos ya no cuestan —: Salinas Pliego.

—¿Cómo así?, ¿los muertos son gratis? —: Carlos Slim, muy interesado.

—Así es —: Salinas Pliego. –Yo se los aseguro. Los muertos no comen, no habitan casas, no usan agua. No te demandan por homicidio imprudencial. No sueñan siquiera. Cada muerto vale exactamente 0 pesos.

—Ah caray, eso es muy barato –se alegró Carlos Slim. —Bueno, pues apostemos generosamente con los muertos, ¿no crees Presidente?

Y Ramírez pensó por un solo momento: esto es la locura de las corbatas: la demencia de los ahorcados en las horcas de tela.

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